A cierta edad, uno ya ha leído,
por así decir, un puñado de novelas (más o menos voluminosas: Ulises, La montaña mágica, Los demonios)
y algunos miles de cuentos.
De las primeras, quizás sienta
que conserva un recuerdo fiel, más o menos acabado, cuando en realidad lo más
probable es que sólo retenga, en algún rincón
de la memoria, algunas escenas características (Leopoldo Bloom terminando de de
defecar, Hans Castorp echado en la reposera de la galería, la heroína lapidada
junto a su amante platónico) que bien le podrían haber sido contadas o glosadas
por otros.
Pero ¿qué pasa con esos “miles”
de cuentos? ¿Qué queda de ellos?
(Pregunto pero queda claro que
hablo por mí, no hice otra cosa hasta ahora.)
Los cuentos, salvo tal vez
aquellos que uno debe (por distintas razones) releer una y otra vez, son demasiado breves para ser recordados.
Es cierto, también hay partes que han quedado grabadas en el “ojo de la mente”,
según la expresión de Stevenson que le gustaba a Borges: Dahlmann (ya que estamos)
saliendo a la llanura, los dos hermanos abandonando una casa tomada, el
personaje Fogwill introduciéndose un consolador con sus propios pies.
Pero hablo, insisto, de miles de
cuentos. ¿Dónde están los demás?
En una época me impuse, cada vez
que leía un libro de cuentos, hacer un resumen de todos, con la secreta
esperanza de, así, recordarlos mejor. Por ahí andan los resúmenes, fácilmente
hallables gracias al buscador de Windows. De vez en cuando, me topo con una de
esas listas: nombre del libro, nombre de cada cuento, breve resumen. Casi nunca
siento que los he leído. Esas
apretadas y (literalmente) insignificantes sinopsis pudieron haber sido
redactadas por otro.
Es curioso que este fenómeno de
la (mi) memoria invierta la doctrina borgeana pro cuento y antinovela. El
cuento, con su forma perfecta (ideal), se convierte en una esfera impenetrable
contra la que reboto una y otra vez. La novela, informe y lábil como una
gelatina sin recipiente (fea imagen si las hay), parece reclamar del viejo
lector una fidelidad a los tiempos en que, más que leerla, la habitó. Madame Bovary con su luto
exagerado, las manos palmípedas de Leni, el innombrable en un tacho de basura.
Sí, me lo pudieron contar, pero no fue así. Yo conviví con ellos un cierto
tiempo; me invadieron.
Los cuentos se leen –se ven– sinópticamente (como se dice de los
evangelios “sinópticos”, porque pueden abarcarse de una sola mirada y comprobar
que son casi iguales). La novela se vive, se sufre o se goza desde adentro, panópticamente.
Es más. Puedo haber leído sólo un
par de tomos de Balzac o de Proust, pero tengo la sensación de haber habitado,
recorrido, el espacio interior de sus sagas. ¿Cuáles de las novelas de Saer
tienen un asado? Varias (también algún cuento…), no recuerdo ahora cuáles, pero
yo estaba allí, mientras la carne crepitaba y la grasa caía lentamente sobre
las brasas.
Por supuesto, seguiré leyendo cuentos;
otros miles, si tengo tiempo. Pero aun los más perfectos seguirán pareciéndome
que terminan antes, demasiado pronto.
(Barracas, 13 de
noviembre de 2013, tomando parcial de Semiología.)