20.4.14

El castigo

(fragmento)




Salir del dormitorio colectivo en último lugar era considerado una falta leve. Pero no podía ocurrir más de dos veces. A la tercera, había un castigo. No se sabía cuál, no estaba estipulado, para que la incertidumbre fuera un estímulo más en el cumplimiento de la consigna. En todo caso, estaba prohibido hablar de eso, como de tantas otras cosas.
Fabiana no era particularmente remolona, pero algo la llevó a caer en el peligro. Una vez, se levantó más tarde porque —creyó recordar luego— la campanilla de la celadora se integró en un sueño que estaba teniendo, y ella tardó un par de segundos más de lo habitual en comprender de qué se trataba. La segunda vez fue simplemente una aglomeración de compañeras que buscaban lo mismo que ella: no quedar última. En un momento cedió a un empujón y, al darse vuelta, no había nadie detrás.
A partir de entonces, cada “despertar” era un suplicio que culminaba una noche de insomnio, o por lo menos de un sueño salteado. La pesadilla recurrente era que venían a despertarla. Se incorporaba de golpe y sólo la total oscuridad, y el total silencio, la convencían, después de un breve tormento, de que aún no era hora.
Pero tenía que pasar.
Agotada, después de unas dos o tres semanas de mal dormir (que también le habían acarreado reprimendas durante las tareas del día), una madrugada volvió a demorarse. Luego recordaría que algunas compañeras trataron de ayudarla; pero tampoco ellas podían arriesgarse mucho. La que más insistió fue la Clarita, que la sacudió varias veces con esa risa cristalina, aguda, y un poco insoportable, que tenía. Pero no fue suficiente.
La celadora la llevó a ver a la directora.
Había entrado algunas veces en la imponente oficina de Dirección, pero ahora le parecía distinta, como si los muebles, las paredes, y la misma señora, estuvieran envueltos, distanciados, por brumas. Claro, eran sus lágrimas, que luchaban por abrirse paso.
—De nada sirve llorar —le dijo la directora, con una especie de afecto helado.
Fabiana bajó aun más la mirada.
—Sabes que debes ser castigada.
Ella asintió.
—¿Sabes cómo vas a ser castigada?
Ella negó con la cabeza, enfáticamente. Por el movimiento, una lágrima salió disparada hacia un costado. Iba a enjugarse las otras, pero se contuvo. La directora estaba sonriendo, apenas.
—Bien.
Pasaron unos segundos. Fabiana, siempre con la mirada baja, percibió que la directora dejaba su puesto detrás del enorme escritorio de roble y se le acercaba. Traía algo en la mano; algo largo y fino, también de madera.
—Mirá.
Que la directora hubiera pasado del tuteo al voseo perturbó a Fabiana más que la visión del objeto: una simple, antigua regla, desgastada por el uso. Por los usos.
—Acercate, chiquita.
La voz de la directora era meliflua, insinuante. Fabiana sintió que sus piernas se aflojaban. ¿Resistiría el dolor? ¿O estaba temiendo, anticipando, algo más? El dolor físico en sí no era tan importante. Alguna vez había sido algo cotidiano en su vida.
Con un movimiento brusco, casi violento, la directora tomó la mano derecha de Fabiana y puso en ella la regla. Después, se la hizo cerrar hasta tenerla bien aferrada de un extremo.
—Pegame.
Fabiana no entendió. Dio una mirada fugaz a lo que tenía adelante. La directora se había apoyado en el escritorio, dándole la espalda. Estaba ligeramente inclinada. Pese a su delgadez casi enfermiza, acentuada por un vestido holgado, sin forma, las caderas le sobresalían.
—¿Sos sorda o estúpida? —una nota histérica ya se había instalado en la voz, siempre amenazante, de la mujer.
Ella sacudió la cabeza, pero no sabía si para decir que no o que sí, o respecto de qué.
—Pegame con la regla. ¡Ahí! ¡Ya!
Fabiana negó esta vez, a punto de estallar en llanto. La directora se dio vuelta y se le acercó; es decir, acercó su cara a la de Fabiana, mucho más baja e inclinada.
—Más vale que hagas lo que te digo, chiquita. Más vale. No te imaginás lo que te espera, si no.
La directora volvió a acomodarse. Esta vez, incluso, se levantó un poco la larga falda gris, dejando al descubierto sus pantorrillas flacas, resecas; nada más. Era como una parodia de la sensualidad, pero Fabiana no podía saber eso.
—¡Pegame, negra puta!
Fabiana dio un respingo y, casi en el mismo acto, como estimulada por el grito (no necesariamente por el insulto), descargó la regla sobre el trasero infeliz de la directora. Una vez.
—Más, y más fuerte —esta vez era un susurro.
Le pegó más. Y más fuerte. Hasta cinco veces (no las contó).
—Listo —ordenó la mujer, aun de espaldas—. Bajá la vista y andate. Ya.
La voz. Lo que había en la voz.
Fabiana salió de la dirección y buscó el baño más cercano. La celadora, que la esperaba en la puerta, no intentó detenerla, pero la siguió y se quedó a ver, impertérrita, sin siquiera amagar con intervenir, cómo Fabiana se inclinaba sobre un inodoro y vomitaba hasta el alma.


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