(fragmento)
Salir del
dormitorio colectivo en último lugar era considerado una falta leve. Pero no
podía ocurrir más de dos veces. A la tercera, había un castigo. No se sabía
cuál, no estaba estipulado, para que la incertidumbre fuera un estímulo más en
el cumplimiento de la consigna. En todo caso, estaba prohibido hablar de eso,
como de tantas otras cosas.
Fabiana no era
particularmente remolona, pero algo la llevó a caer en el peligro. Una vez, se
levantó más tarde porque —creyó recordar luego— la campanilla de la celadora se
integró en un sueño que estaba teniendo, y ella tardó un par de segundos más de
lo habitual en comprender de qué se trataba. La segunda vez fue simplemente una
aglomeración de compañeras que buscaban lo mismo que ella: no quedar última. En
un momento cedió a un empujón y, al darse vuelta, no había nadie detrás.
A partir de
entonces, cada “despertar” era un suplicio que culminaba una noche de insomnio,
o por lo menos de un sueño salteado. La pesadilla recurrente era que venían a
despertarla. Se incorporaba de golpe y sólo la total oscuridad, y el total
silencio, la convencían, después de un breve tormento, de que aún no era hora.
Pero tenía que
pasar.
Agotada,
después de unas dos o tres semanas de mal dormir (que también le habían
acarreado reprimendas durante las tareas del día), una madrugada volvió a
demorarse. Luego recordaría que algunas compañeras trataron de ayudarla; pero tampoco
ellas podían arriesgarse mucho. La que más insistió fue la Clarita, que la
sacudió varias veces con esa risa cristalina, aguda, y un poco insoportable,
que tenía. Pero no fue suficiente.
La celadora la
llevó a ver a la directora.
Había entrado
algunas veces en la imponente oficina de Dirección, pero ahora le parecía
distinta, como si los muebles, las paredes, y la misma señora, estuvieran
envueltos, distanciados, por brumas. Claro, eran sus lágrimas, que luchaban por
abrirse paso.
—De nada sirve
llorar —le dijo la directora, con una especie de afecto helado.
Fabiana bajó
aun más la mirada.
—Sabes que
debes ser castigada.
Ella asintió.
—¿Sabes cómo
vas a ser castigada?
Ella negó con
la cabeza, enfáticamente. Por el movimiento, una lágrima salió disparada hacia
un costado. Iba a enjugarse las otras, pero se contuvo. La directora estaba
sonriendo, apenas.
—Bien.
Pasaron unos
segundos. Fabiana, siempre con la mirada baja, percibió que la directora dejaba
su puesto detrás del enorme escritorio de roble y se le acercaba. Traía algo en
la mano; algo largo y fino, también de madera.
—Mirá.
Que la
directora hubiera pasado del tuteo al voseo perturbó a Fabiana más que la
visión del objeto: una simple, antigua regla, desgastada por el uso. Por los
usos.
—Acercate,
chiquita.
La voz de la
directora era meliflua, insinuante. Fabiana sintió que sus piernas se
aflojaban. ¿Resistiría el dolor? ¿O estaba temiendo, anticipando, algo más? El
dolor físico en sí no era tan importante. Alguna vez había sido algo cotidiano
en su vida.
Con un
movimiento brusco, casi violento, la directora tomó la mano derecha de Fabiana
y puso en ella la regla. Después, se la hizo cerrar hasta tenerla bien aferrada
de un extremo.
—Pegame.
Fabiana no
entendió. Dio una mirada fugaz a lo que tenía adelante. La directora se había
apoyado en el escritorio, dándole la espalda. Estaba ligeramente inclinada.
Pese a su delgadez casi enfermiza, acentuada por un vestido holgado, sin forma,
las caderas le sobresalían.
—¿Sos sorda o
estúpida? —una nota histérica ya se había instalado en la voz, siempre amenazante,
de la mujer.
Ella sacudió la
cabeza, pero no sabía si para decir que no o que sí, o respecto de qué.
—Pegame con la
regla. ¡Ahí! ¡Ya!
Fabiana negó
esta vez, a punto de estallar en llanto. La directora se dio vuelta y se le
acercó; es decir, acercó su cara a la de Fabiana, mucho más baja e inclinada.
—Más vale que
hagas lo que te digo, chiquita. Más vale. No te imaginás lo que te espera, si
no.
La directora
volvió a acomodarse. Esta vez, incluso, se levantó un poco la larga falda gris,
dejando al descubierto sus pantorrillas flacas, resecas; nada más. Era como una
parodia de la sensualidad, pero Fabiana no podía saber eso.
—¡Pegame, negra
puta!
Fabiana dio un
respingo y, casi en el mismo acto, como estimulada por el grito (no
necesariamente por el insulto), descargó la regla sobre el trasero infeliz de
la directora. Una vez.
—Más, y más
fuerte —esta vez era un susurro.
Le pegó más. Y
más fuerte. Hasta cinco veces (no las contó).
—Listo —ordenó
la mujer, aun de espaldas—. Bajá la vista y andate. Ya.
La voz. Lo que
había en la voz.
Fabiana salió
de la dirección y buscó el baño más cercano. La celadora, que la esperaba en la
puerta, no intentó detenerla, pero la siguió y se quedó a ver, impertérrita,
sin siquiera amagar con intervenir, cómo Fabiana se inclinaba sobre un inodoro
y vomitaba hasta el alma.
Buenisimo! Me quedé con ganas de más.Saludos.
ResponderBorrarMCA
¡Gracias, Mónica! Habrá más... (espero).
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