22.7.14

El caso del cuento soñado




Tuve un sueño extraño. Sé que es un comienzo flojo para un cuento, pero es que la frase, de alguna manera, forma parte del sueño, y no quiero empezar traicionándolo. Y digo bien, un sueño, a pesar de que se desarrolló en varias noches sucesivas. Pese a esto, la continuidad era tan evidente como rara en mi estilo de soñar. ¿Cómo contarlo? ¿Cómo no agregar pormenores, detalles, con el correr del cursor por esta pantalla negra* que parece reclamar el ser llenada con pequeñas letras amarillas,** titilantes? Bueno, en realidad no importa, porque —a pesar de lo que dije al principio— la índole misma del sueño admite, quizás exige, rellenar los huecos con invenciones de dudosa fidelidad. Ya se verá por qué.
En principio, quiero decir, la primera noche en que el sueño apareció, todo era bastante confuso. O confuso fue el recuerdo que de todo ello me quedaría. Yo estaba con mi novia, en medio de una calle ancha, de localización indefinible. Otro joven nos agredía, se burlaba de nosotros. Recuerdo perfectamente que tenía la cara de un compañero de secundario a quien no veo desde hace quince años. No sé, en cambio, qué era exactamente lo que nos decía. Pero sí mi reacción, bastante inusual y poco esperable en mí: le hacía frente, lo obligaba a huir y refugiarse en una casa de las inmediaciones, tampoco identificable. Todavía siento, como con una especie de cosquilleo, la impresión de orgullo y satisfacción que me dejó mi propia actitud resuelta. Aquí hay un hiato, una transición en el sueño, con brusco cambio de escenario.
En las siguientes noches... (ésta es la parte que se repite con más nitidez, pero como si cada vez se agregara un episodio más a la saga del sueño).
Ahora viajábamos en un tren; creo que también estaba presente mi novia. En un momento dado, se descubre un cadáver, que resulta ser mi “compañero de secundaria”. Profusión de policías, sobre todo uno de civil con aspecto de protagonista de novela policial. ¿Bueno o malo? No sé. Pero sí sé que de pronto, en medio de las investigaciones y de los futuros interrogatorios inevitables, empecé a temer que se supiera de mi “pelea” anterior con el muerto y, consecuentemente, se sospechara de mí. Esta sensación va creciendo y haciéndose insoportable.
Entonces pasa lo siguiente: en una especie de duermevela se me ocurre que debo introducir en mi propio sueño a un detective que me ayude a probar mi inocencia. Me levanto semidespierto y anoto la idea en un papel sucio que estaba en mi mesa de luz. Idea, por supuesto, para un futuro cuento. La cuarta o quinta vez que se repitió el sueño, la impresión de inminencia es casi asfixiante. Se aproxima el momento de mi interrogatorio y no sé si contar o no mi relación con el muerto. En realidad, yo no sé quién es, pero pudo haber testigos de lo que pasó. Por ejemplo, mi novia. ¿Me pongo de acuerdo con ella? ¿Y si el inspector (voy a llamarlo así) ya sabe la verdad? ¿No sería (yo) más sospechoso? Debo tener en cuenta que no soy bueno para mentir. Claro, como después de todo soy inocente, es mejor contar toda la verdad... y que la policía se arregle.
Pero ¿soy inocente? (¿Esto me lo estoy preguntando en el sueño, al despertarme o cuando lo cuento?) No es tan fácil. Ya dije que hay un hiato, una brusca elipsis narrativa entre la “pelea” en la calle y el misterioso viaje en tren. ¿Qué pasó entre una cosa y la otra? ¿Por qué mi compañero-adversario estaba justo en el mismo tren que yo? ¿Por qué tengo tanto miedo de que me descubran?
Me parece que necesito un abogado. O un detective.
A la segunda semana que sueño lo mismo, me decido. La próxima vez que sueñe, debo tratar de “introducir” en mi sueño a algún detective que me dé una mano. ¿Cómo hacerlo? ¿De dónde saco un detective? Bueno, si es por eso, yo ya inventé uno para un cuento medio en broma/medio en serio que escribí para leer entre amigos, “El caso del corrector asesinado”. Se llama Carlos (que es mi habitual seudónimo) Leinad (Daniel, como el profeta, primer detective de la historia según Rodolfo Walsh, al revés). ¿Aceptaría el caso? Bueno, como se trata de un álter ego mío, no le sería fácil rehusar.
Con esta certeza, ya no me resulta tan temible el interrogatorio del inspector. Hasta me parece un buen hombre, por lo menos bien intencionado. El miedo vuelve, es claro, cuando me pregunta si conocía al muerto. Elijo responder parte de la verdad (solución muy mía). Digo que sí, que se parecía a un antiguo compañero de colegio, y que me lo había cruzado antes de tomar el tren. El inspector parece satisfecho, pero ahora lo fundamental es decirle a mi novia que repita lo mismo.
Cuando salgo del compartimiento donde se llevan a cabo los interrogatorios, me encuentro con que Leinad ya está allí. Me guiña un ojo y me señala un extremo del vagón. Le hago una seña de que espere y me acerco a saludar a Lidia (voy a llamar Lidia a mi novia; veo que es un poco tarde). Cuando me agacho para darle un beso, le cuento lo que le había dicho al inspector. Ella asiente. Entonces sí voy a donde está Carlos Leinad.
—¿Comprendió algo de la situación? —le pregunto. Me parece que es mejor tratarlo de usted.
—Algo. De lo que no estoy seguro es de qué quiere que haga, exactamente —me dice, con cierta dureza. Tal vez no quiere estar allí, o quiere asumir su papel de detective duro con todos los chiches. Esto me gusta. Además, aunque sea creación mía, tengo que darle algo de libertad, porque tiene que averiguar cosas que yo no sé.
—Quiero saber qué pasó. Ese tipo murió poco después de tener una discusión conmigo. ¿Eso no me convierte en el principal sospechoso?
—Puede ser. Pero todos dicen que parece un suicidio. Tiene cortes en la muñeca.
Entonces recordé ese detalle, que se me había escapado totalmente (¿en el sueño, al despertarme, o al escribirlo?). Yo vi el cadáver de mi excompañero. Tenía un corte profundo en la muñeca izquierda, con una forma rara en realidad, como el corte doble, angular, que se hace en un árbol para hacharlo. Como la boca de un muñeco de trapo.
—Sí, claro —admití—. Pero si se sabe que yo discutí con él...
—¿Quién más sabe eso, además de usted y su novia? —preguntó Leinad, interrumpiéndome.
—No sé, hombre. Todo eso es lo que quiero que averigüe.
—No se irrite. En estos sueños hay que tener paciencia. No todo sucede como y cuando uno quiere.
Eso sonaba como una advertencia. Nada bien. Tuve que darle a Leinad todos los detalles que aún recordaba: quién era mi compañero de escuela, cómo se llamaba, qué estaba leyendo yo antes de dormirme, por qué el inspector me parecía bueno. Más que un detective, parecía un psicoanalista. Además, por momentos me sentía tentado a inventar cosas, cuando no recordaba bien o creía que algo era ineficaz estéticamente.
—No importa, todo sirve —decía él, enigmático.
Yo tenía un poco de miedo de dejarlo suelto en mi sueño. ¿Y si empeoraba las cosas? Por otra parte, me sentía un poco celoso por mi novia. Ya se sabe cómo son los detectives (y las novias). No sabía si debía tranquilizarme o preocuparme más el hecho de que éste fuera mi otro yo.
En todo caso, ya estaba hecho. Le pedí discreción y que me hiciera un buen precio por sus servicios. Sólo logré que me mirara con ironía. Se fue sin una palabra más.
En las noches siguientes, mis sueños fueron algo nebulosos. No pude retener casi nada, ni levantarme en medio de la noche para anotar alguna otra idea. No recuerdo si los protagonizaba yo o Leinad. Mientras tanto, en la vigilia, trataba de recordar algún detalle que pudiera ser de interés para la investigación. Una vez, Leinad me preguntó:
—Cuando usted discutió con el muerto, ¿él le mencionó a Daniel Bartero?
Mi sorpresa fue mayúscula. La pregunta del detective trajo a mi memoria un montón de cosas, entre ellas precisamente lo que él me exigía. Atiné apenas a decir que sí.
—Lo suponía —sonrió Leinad, agrandado.
Al poco tiempo de esta charla, me encontré con mi novia. La noté rara. No pude menos que sentirme intranquilo, sobre todo cuando ella me dijo, a regañadientes, que había hablado con Leinad.
—No sé si hiciste bien en soñar con él —me dijo, lo que me alarmó más todavía.
—¿Qué te preguntó?
—Cosas...
—¿Qué cosas? ¿Sobre nosotros? —mi voz tenía notas de histeria.
Lidia me miraba con cierto asombro.
—Sí... No... Quiero decir, qué hacíamos en ese tren y esas cosas.
—¿Y vos qué le contestaste?
—Que no sabía. Yo no era la que soñaba, ¿no?
Tenía razón, pero no pude admitirlo así no más.
—¿Y qué más te preguntó?
—Sobre tu amigo... ¿Daniel Bar... Bartero?
Otra vez. Indudablemente, Leinad había encontrado una pista importante. ¿Cuál sería la conexión? Mi amigo Daniel (nada que ver con el detective) estaba en Italia desde hacía mucho tiempo y no tenía noticias recientes de él. ¿Cómo habría averiguado Leinad estos datos? ¿O sería una pista falsa? ¿“Dirigida” a qué o a quién? Por más que lo intenté, no pude soñar nada al respecto.
Tuve que responder otro interrogatorio del inspector. Esta vez ya no me pareció tan bueno. ¿Estaría haciendo por fin la transferencia? Se había descubierto que el muerto tomó un fuerte sedante antes de morir. Tal vez estaba inconsciente antes de cortarse las venas, lo cual sugería... Razón de más para no contar toda la verdad de la historia. Ya estaba jugado. Podía percibir hasta qué punto el inspector sospechaba de mí. Por supuesto que no tenía pruebas, pero todo reposaba en mi aplomo para mantener mi versión y en la solidez relativa (era mi novia) de mi coartada.
Esa misma noche apareció Leinad. Su cara no me gustó nada. Sentí, con esa certidumbre propia de los sueños, que se aproximaba el final del caso. ¿Es bueno saber la verdad? ¿Es, al menos, inevitable?
—¿Averiguó algo, además de ese albur sobre Bartero?
Leinad me miró como con lástima.
—Averigüé demasiado.
—¿Alguna vez se sabe demasiado?
—Claro, piense en Edipo.
—No tengo ganas. Vaya al grano, por favor. Después de todo, yo lo inventé, y lo estoy soñando, o al menos escribiendo.
—Las cosas no son tan fáciles, Valle. Ojalá lo fueran. ¿En serio no recuerda nada? ¿No sospecha, ni siquiera ahora, lo que pasó? Usted mismo dijo que lo inventó, lo soñó o lo escribió.
—Me refería a usted. Además, si lo supiera, no lo hubiera llamado para investigar.
—Sí, eso es razonable. Y es lo único que me hace confiar en usted...
—No lo entiendo.
—Vea, la cosa es así. El muerto era Cossi, ¿lo recuerda? El piola de la división. Una vez se peleó a trompadas con su amigo Bartero, en un episodio que se hizo famoso, porque éste, el más grandote, le tiró dos tremendas trompadas y el otro, el más chiquito, las esquivó impecablemente. Usted siempre deseó vengar a su mejor amigo, por esa humillación.
—Casi todo es cierto, pero no admito esto último.
—Haga lo que quiera. Yo sigo. Su amigo Bartero está en Italia desde hace mucho tiempo y usted nunca se ha comunicado con él. No respondió sus últimas cartas, vaya a saber por qué. En cambio, por fin se decidió a visitar a sus padres. Seguramente para sentirse menos culpable. De allí venía cuando se cruzó con Cossi: pude identificar la calle. Tal vez hablaron de aquella famosa pelea, tal vez Cossi seguía siendo un piola insoportable...
—Intentó propasarse con mi novia.
—Eso dice usted. Quizás esto le sirvió para desplazar en el sueño el verdadero tema de esa conversación. Lo cierto es que Cossi los siguió y subió en el mismo tren que ustedes. Posiblemente para vengarse de usted, para borrar su anterior acto de cobardía. Aquí podemos imaginar el resto.
—Yo creo que Cossi se suicidó para inculparme.
Leinad esbozó una sonrisa canchera, escéptica.
—Puede ser. ¿Quién se lo va a discutir? Nota no dejó. Pero también es posible lo siguiente. Su novia dice que usted salió del vagón por lo menos una vez. Yo creo que usted se encontró de nuevo con Cossi, le administró de alguna manera el sedante que lo dejó inconsciente y después le cortó las venas de la forma que aprendió en una novela de P. D. James que estaba leyendo antes de dormirse.
—Usted está loco.
—Usted lo estará, entonces. Yo sólo digo lo que he averiguado. ¿Usted no me soñó para eso?
—Tengo coartadas.
—Sí, de su novia...
—¿Y qué duda cabe?
—Para la policía, ninguna. Ojalá.
Me corrió un escalofrío que me hizo revolver en la cama.
—¿Qué quiere decir?
—Nada. En todo caso, su secreto está a salvo con nosotros, Valle.
—¿Nosotros?
Leinad no contestó. De hecho, se desvaneció. Tal vez porque me desperté. Fui casi corriendo a hablar con Lidia. ¿Qué le había contado, exactamente, al detective? ¿Sostendría hasta el final mis coartadas?
—Ah sí, yo también quería hablar con vos —me dijo cuando apenas me vio.
Eso era el fin. El resto era previsible.
—No sé, estoy confundida, tenés que entenderme... Tal vez si nos separamos por un tiempo... para pensar mejor...
No quise escucharla más. Me aseguré de que sostendría mi versión de los hechos y me fui. No sé si a seguir soñando o a despertarme.





* Se refiere a la primera versión del cuento, escrita en Word Perfect 4.2 para DOS. La definitiva fue terminada en Word 6.0 para Windows, así que habría que poner “pantalla blanca”.

** Por lo mismo de la nota anterior: se trataba de un antiguo monitor monocromo, color “ámbar”.

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