(fragmento de novela)
¿Una mirada
puede tocar?
Eso se le
ocurrió a Fabiana, palabras más, palabras menos (¿qué importan las palabras?)
durante la primera “inspección”.
Era un día
esperado y temido por todas las internas. Tenían muy poca información sobre lo
que ocurría exactamente, sólo sabían que debían estar impecables y permanecer
mudas, erguidas y con la mirada perdida en un punto predeterminado. Esto era lo
más difícil.
Las formaban en
dos filas parejas. El inspector pasaba por el medio, primero revisaba una fila,
después otra, seguido por un grupo de asistentes e instructoras. Éstas tampoco
podían hablar, salvo que el inspector les hiciera una pregunta sobre alguna de
las chicas. Un asistente llevaba una carpeta con las fichas de las alumnas, y
le iba alcanzando al inspector la ficha correspondiente a la chica frente a la
cual se detenía. Decir que la mirada del hombre era penetrante es obvio e
insuficiente. Era radiográfica. Miraba a las chicas de arriba abajo, durante un
largo rato, sin ningún pudor, como si fueran cosas. O algo peor que cosas.
El
procedimiento era largo y penoso. Esa vez, Fabiana estaba ubicada como una de
las últimas de la segunda fila, así que, cuando el inspector y su séquito
llegaron a ella, ya se sentía muy mal, mareada y dolorida por la rigidez
antinatural de la posición. Por un momento, pensó que no iba a aguantar, que se
iba a desplomar a los pies del hombre que la miraba. Que la miraba de una
manera especial, para colmo. ¿Especial? ¿Qué quería decir eso? Apenas se
atrevió a confesárselo: se sentía desnuda, desnudada por esa mirada. Qué raro.
Seguramente era una tontería de ella, propiciada por el cansancio y los
nervios. Después de todo, ¿qué sabía sobre miradas masculinas?
Sin embargo,
aguantó. Pero era evidente que el hombre se detenía en ella más que en otras.
La escrutaba, sí. Algo raro había visto. Con dos gestos bruscos, casi uno solo,
el inspector devolvió la ficha a su asistente más cercano e indicó a una de las
instructoras que se acercara. Era mala señal, sólo había ocurrido eso una vez
en esa inspección. Y la otra chica cuestionada había sido Clarita.
—Nombre.
La instructora
lo dijo en voz alta pero notoriamente temblorosa. Otra cosa rara, porque eso
figuraba en la ficha, como lógico encabezamiento. Se veía que no había prestado
atención a los detalles.
—¿Por qué nunca
fue castigada?
La pregunta era
extraña también. A Fabiana le costaba cada vez más mantener la vista fija en un
punto; se le nublaba. Sentía que iba a llorar, y eso le daba estremecimientos
de pánico. Sabía que había sido castigada más de una vez. ¿Por qué no figuraba
en la ficha, resumen de su legajo?
La instructora
también parecía desconcertada.
—No sé, señor
inspector —alcanzó a articular—. Supongo que nunca fue necesario. Tiene un buen
comportamiento.
El inspector
murmuró algo que no alcanzó a oírse, aunque el tono podía adivinarse despectivo.
Y luego, más alto:
—No tiene ojos
de buen comportamiento. Vigílenla mejor.
La comitiva
siguió su camino. Fabiana casi baja la cabeza, avergonzada, pero una mirada
oportuna de la última instructora la detuvo. Siguió aguantando, sólo faltaban
unos minutos para que todos se fueran.
Cuando todo
terminó, pidió permiso para bañarse. Extrañamente, la dejaron. Estuvo un rato
bastante prolongado debajo de la ducha, sintiendo especialmente el golpe del
agua, casi fría, en su cara. Y todo el tiempo sintió la mirada de ese hombre
paseándose por su cuerpo, hasta que su propia desnudez la avergonzó y se
cubrió. Al cerrar el grifo, sintió que por su cara todavía corría agua. Tenía
frío, quizás fiebre, y el cuerpo sacudido, más que por un llanto liberador, por
la sensación de haber sido, una vez más, vejada.
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