(un cuento de Anthony Bourdain)
Se dice que, antes de partir, los cruzados de antaño solían detenerse un momento en la iglesia
local. Allí se les
permitía
comprar indulgencias. Supongo que era algo así como asegurarse con el sistema de pre-pago
la tarjeta de crédito concedida
por los cielos. Las negociaciones se desarrollarían más o menos así:
«Bendígame, Padre, porque estoy a punto de
pecar. Tengo proyectado violar, saquear y destripar, a lo largo de mi camino
por Europa meridional y el norte de África; tomar el santo nombre de Dios en vano; cometer
todos y variados actos de sodomía; expoliar los lugares sagrados del islam: matar
mujeres, niños y
animales, dejándolos
reducidos a un montón de cenizas humeantes... Bueno y, como es natural,
montar las acostumbradas orgías de la soldadesca... Además de arrancar ojos, descuartizar cuerpos,
echar gentes a las fieras e incendiar. Padre, ¿cuánto me va a costar una agenda tan
pecaminosa?»
«Todo eso sólo te costará un techo nuevo para la sacristía, hijo mío, algunas alfombras para ahí abajo. Tengo entendido que hacen una
preciosidad de alfombras en esos sitios por donde vas a andar... Y, como
diezmo, digamos el quince por ciento de lo que recojas.»
«Trato hecho.»
«Que la paz sea contigo, hijo mío.»
(extraído de Confesiones de un chef)
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