10.10.04

Deconstrucción y confesión

por Horacio González

No es fácil decir si lo entendíamos bien. Quizás era posible darse un tiempo más para leer sus libros, a los que no era infrecuente que Derrida llamara "los murmullos de mi confesión animada". Su propósito fue desmesurado, quizás imposible, pero quiso rehacer con su propia pulsación toda la filosofía anterior metiéndose como un tranquilo salvaje en la letra de los otros. Que eran nombres: Platón, Heidegger, Marx, Husserl. Dejó que se llamara deconstrucción a esa fuerza con la que había que descifrar los textos ajenos, cuyo sentido podía permanecer siglos en la oscuridad. ¿Pero no era mucho para un solo hombre la tarea de reescribir a tantos filósofos reunidos en un parlamento espectral? Más que pensar que lo que traen los textos es lo esotérico, Derrida probablemente los consideró una poética de reconciliación con lo oculto, la imposible escritura final del mundo. Una ética de la historia, aunque nunca la hubiera llamado así, pues veía la historia en los textos. En tremendos textos, o que él convertía en tremendos, puros destinos sin sujeto. Derrida nunca hizo saber si esos textos "deconstruidos" contenían todos los signos de lo que era necesario conocer de las cosas, o si el oficio de desmontarlos para descubrir su radical relación con la muerte dejaría finalmente al mundo sin textos. La filosofía de este oblícuo heredero de Heidegger se lanzaba a desencajar la escritura para generar otra escritura que vivía de la extraña ley de su diferencia. Derrida veneraba las confesiones como sinuosos agregados para descubrir la ley de su propio lenguaje. Quizás sus confesiones comenzaban por anunciar que su vida no podía dejar de ser su lengua, pero si ésta lengua era el francés, era la lengua de otro. Imaginó que únicamente podía hablar francés pero que solo podía dedicarse a buscar otra lengua. A paradojas como éstas las llamó deconstrucción. Esto es, la confesión de una forma insostenible del ser. Allí podría entenderse el método de la confesión personal como un momento no religioso pero alucinado de la historia del mundo. Era el equivalente necesario de lo violento que se refugia en los nombres, abreviaturas de las turbaciones del mundo, como escribió respecto al nombre de Walter Benjamin. Dejó que divulgaran de él una foto de infancia en un cochecito a pedal, jugando en un modesto patio argelino. Ahora está muerto y esas imágenes confesionales conviven con su incesante polemismo, con su filosofía del nombre, con su temprano ataque a Levi Strauss (¡pero qué ataque!). Le objetaba su preferencia por la voz antes que por la escritura. Sostener la verdad mundana en la voz le parecía alarmante, pero era lo único digno sobre lo cual reflexionar. Escuchamos su propia voz, madura o ausente, cierta vez en Buenos Aires. Sin serlo, era un poeta.

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