"Yo, señor, rasgado de ojos y de corazón, limpio de conciencia y de ahorros, de suerte oscura y risa clara, nací y vivo en un lugar tan huido -betlehemita soy- que amagando juntarse en él los rieles (¿las paralelas no se juntan en el infinito?) el tren no ha podido acercarse.
Mi infancia me parece ahora cosa de prodigio. Sin embargo, cuando niño, tendía con avidez de tentáculo a la todopoderosidad de ser hombre.
La escuela se me ocurrió entonces un invento de fastidio técnico. (No he variado excesivamente de opinión). En el colegio me aburrí tan descaradamente como un león de jardín zoológico. También en la facultad de derecho. También en el cuartel de artillería. (De ahí sin duda mis mejores defectos: mi vocación de soledad, tan chúcara; mi cargosa sospecha en la incompatibilidad entre un profesor y un hombre de espíritu; mi entusiasta desapego por toda disciplina, como no sea la que uno mismo se impone, o si se quiere, por toda librea, sea de gendarme o de embajador).
La vida blanca y roja (no un negocio sino una aventura mágica, la vida) es mi mayor tentación, pero la palabra y aun el pensamiento tienen la privanza de mis horas tiradas en buscar un arte de tempestad y melodía.
Soy hombre, y nada del cuerpo y del alma de la mujer puede serme indiferente.
Creo que alguno me sospechó griego -acaso por la risa, aunque tengo sonrisa muy actual-, otro no más que turco. ¿Acaso porque soy polígamo de ideas y creo mejor el gozar de todas que entregarme ciegamente a ninguna?
¿Religión? Soy un impío capaz de escuchar devotamente por horas una cigarra, pitonisa del sol. Soy un ateo calado hasta el hueso de supersticiones de lo divino. (¿Para qué decir que la ignorancia cerrada de la tecnología figura entre mis grandes erudiciones y que malicio más ciencia de Dios en una calandria que en la Summa?)
Algún tiempo me fastidié lo más confortablemente posible en las ciudades donde los hombres impiden ver al hombre. Pero el campo me sobornó otra vez con los pájaros chismosos de cielo; sus árboles llenos de meditación y de frescura, oh; su viento, mi profesor de gimnasia y de filosofía.
La alegría -gay vivir- es mi culto, a mayor título, que suelen salirme al camino, como al que más, esas horas de desencanto eclesiástico en que nuestras ilusiones amagan cariarse a la par de nuestras muelas.
No sé si tres o cuatro mil plantas puestas por mi mano me autorizan el título del plantador. Mas conste de que no tengo otro, aunque soy argentino.
Una junta de escopetas, otra de perros, un pavo real, que imanta todas las miradas, y una yegua lujosa de ímpetu como un ditirambo, agotan el censo de mis bienes.
Pero no quiero jactarme de mi pobreza, aunque es mi único orgullo.
Diablo horro de diversiones, suelo hallarlas en algunas solemnidades acreditadas: en los charlatanes aforrados de taciturnos, en los retardados mentales con cátedra de zahorismo, en los que por tener casi todo no son casi nada, en los que por no perder el tiempo pierden de vivir.
A veces pienso que debí nacer pastor o rey.
A veces sueño ser un hombre de hierro o de música.
Pero ya he dicho que no creo casi en nada. Tal vez en la frivolidad maravillosamente trágica del amor. Tal vez en cualquier ídolo, Goethe, por ejemplo, o Whitman.
Y eso fue todo.
(bosquejo autobiográfico de Luis Franco)
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