Reseña de
Los otros. Una
historia del conurbano bonaerense,
de Josefina
Licitra,
Buenos Aires, Debate,
2011, 232 páginas
La «crónica»
podría considerarse uno de los géneros más típicos de la literatura
latinoamericana, salvo por el hecho de que esa palabra se aplica a textos (y
contextos) muy distintos entre sí. Dos puntos nodales de esta demasiado amplia
clasificación serían la «crónica de Indias» y la «crónica modernista».
Algo de esta
última (Martí, Darío, Gutiérrez Nájera) quizás pueda relevarse en su avatar
contemporáneo: por un lado, el más superficial, la relación con el periodismo
y, consecuentemente, con el mercado, la relativa profesionalización del
escritor, etc.; por el otro, una posible explicación, vagamente historicista:
lo finisecular, el arduo procesamiento de los cambios sociales, una nueva forma
de relacionarse con un nuevo público. Y aquí el tema se muerde
la cola para volver al (super)mercado, a la góndola que dice «Crónica» para que
el consumidor se acerque a comprar sin buscar demasiado.
Como se sabe, a
mitad del siglo XX, aparece la «non fiction», adelantada entre
nosotros por Rodolfo Walsh (un punto de comparación al que es canónico
recurrir, y más adelante tendré que hacerlo), y en el Norte por Truman Capote,
Tom Wolfe, Richard Kapuscinski y muchos otros. Actualmente, grandes «cronistas»
hay en nuestro país (María Moreno, Matilde
Sánchez, Martín Caparrós, Cristian Alarcón, Leila Guerriero, Josefina Licitra,
autora de Los otros), y en toda Latinoamérica, como el
chileno Pedro Lemebel, el peruano Jaime Bedoya, el colombiano José
Alejandro Castaño, los mexicanos Carlos Monsiváis, Juan Villoro, Elena
Poniatowska, Guadalupe Loaeza, etc. Asimismo, se multiplican antologías,
como esta, reciente.
El libro de
Licitra, en la introducción, comienza admitiendo sin ambages su origen, su
punto de partida: «A fines del año 2008, Glenda Vieites ─editora
de este libro─ me propuso hacer un libro que contara el conurbano
bonaerense».
Mapa del sur del Conurbano. |
Ahora bien, el
Conurbano, en los últimos años, se ha convertido en un recurrente cronotopo (el
término es de Bajtín) de la literatura argentina, desde Villa Celina,
de Juan Diego Incardona, hasta las muy recientes Kryptonita, de
Leonardo Oyola, y Los mantenidos, de Walter Lezcano. Sin olvidar
las obras pioneras, y quizás poco recordadas, de Jorge Asís (La calle de los
caballos muertos, por ejemplo). Se trata de coordenadas espacio-temporales
que configuran mucho más que un telón de fondo para la acción (ficticia o no):
un locus, definido como un posible (pero inestable) lugar de
enunciación, al mismo tiempo que un enigma para ser develado desde
adentro o desde afuera.
En este cruce
(dramático) afuera-adentro, se sitúa el relato de Los otros. Que,
como a continuación explica la autora, renuncia a esa primera propuesta («contar
el conurbano»), imposible por demasiado ambiciosa, para concentrarse en una historia
del conurbano; historia que, así, se transformará en una suerte de matriz
metonímica, sino de símbolo o incluso alegoría: «… en las manzanas que bordean
el Riachuelo había, sí, algo. Un barrio de indigentes llamado Acuba. Y entre
ellos estaban el árbol, la casa, la soledad y el miedo contando, finalmente,
una historia».
Esta historia
tiene un centro espacial, Lanús, y otro temporal: el 29 de mayo de 2009 (hace
tan poco y tanto a la vez), en el que, tras una movilización de los habitantes
del asentamiento de Acuba, Héctor Daniel Contreras, uno de ellos, es asesinado
por un disparo atribuido a Antonio Baldassarre, habitante del «barrio de los
italianos» (clase media en decadencia), del otro lado del muro. «Nadie sabe
cómo pasaron las cosas, pero a esta altura quizás tampoco importe. Lo que
importa es por qué», es una sorprendente afirmación de la autora. Sorprendente
por tratarse de una crónica de raíz periodística, pero también indicadora de
que la pregunta central se traslada de los hechos a sus causas; y sugiere desde
el vamos que no va a haber respuestas.
El muro de ACUBA. |
De ese nodo
espacio-temporal, derivan otras historias y otros emplazamientos. Aparecen
«personajes», muy atractivos, muy bien trazados; sobre todo, Marcelo Rodríguez,
líder popular que va de puntero político a jefe de Seguridad de la feria de La Salada. También, Gabriel Gaita,
presidente de Gaita SRL, la curtiembre que «apadrina» el asentamiento. «Gaita y
Marcelo se entienden: parecen mirar desde una misma oscuridad… Gaita es como
Marcelo Rodríguez pero blanco».
En todo momento,
la autora se preocupa por dejar clara su situación, su foco: «Soy una
mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son». Al
respecto, hay una escena clave (tanto en el nivel del relato como en el nivel
simbólico): el cruce del precario puente sobre el Riachuelo, para llegar a la
Feria. Y, en la escena final, la del juicio, también se
deslizan enunciados significativos entre esos mismos niveles, como: «dónde
hacer la fila ─en qué lado pararse─ suele ser una pregunta
inquietante».
El texto
narrativo básico está «cortado» por otros géneros, como las cartas de la madre
del chico muerto y una especie de poema (en realidad, una prosa desmembrada en
incisos), en la voz de Adriana Amado, investigadora
de la universidad de La Matanza, que se configura, por delegación, como el
principal testimonio político opositor («la obra de los
Kirchner», etc.).
«Acá hay víctimas
por todos lados», se dice. Cierto. Pero, y lo repito, es muy llamativo (o,
mejor dicho, sintomático) que la autora renuncie a «establecer» los hechos. En
el juicio, Baldassarre es condenado, porque «Es política, es política», como
dice una señora del barrio italiano luego de oír la sentencia. Pero ¿es
culpable? No lo sabemos; no se puede saber.
Contaminación del Riachuelo. |
Cerca del final
de ¿Quién mató a Rosendo?, Walsh resume su reconstrucción de
la escena del crimen y, en ella, la trayectoria de los disparos. Concluye: «Esa
es mi “conjetura” particular: que el proyectil número 4 fue disparado por
Vandor, atravesó el cuerpo de Rosendo García e hizo impacto en el mostrador de
La Real, que hasta el día de hoy exhibe su huella. Admitiendo que no baste para
condenar a Vandor como autor directo de la muerte de Rosendo, alcanza para
definir el tamaño de la duda que desde el principio existió sobre él. Sobra en
todo caso para probar lo que realmente me comprometí a probar cuando inicié
esta campaña: Que Rosendo García fue muerto por la espalda por un miembro del
grupo vandorista».
La trayectoria de
la bala que mató a Contreras podría haberse rastreado de la misma manera, pero
su cruda materialidad ya no pertenece al mundo líquido de hoy.
Y esta imposibilidad marca los límites (o quizás el horizonte) de la «nueva
crónica».
Nicolás
Mavrakis, en su reciente #Fin del periodismo y otras autopsias en la
morgue digital (CEC, 2011), propone: «La “crónica tradicional”, en la
que un sujeto único construía una representación única del mundo a partir de
una subjetividad única en contacto con un bagaje limitado de “impresiones”, es
cada vez más un dispositivo textual en tensión con un sujeto colectivo que
construye una representación colectiva del mundo a partir de una subjetividad
colectiva en contacto con un bagaje ilimitado de “impresiones”… ¿Cuál es
entonces la “crónica” interesante? La que precisamente se desapega en tanto
dispositivo, forma y discurso textual de la subjetividad única y desnuda a
partir de su propia exploración la angustia del género. Esto es: la angustia
del cronista que se reconoce incompleto e incapaz de insertarse con gusto en el
Olimpo de las subjetividades aristocráticas que ofrecen la seguridad del
sentido único, ordenado y completo del mundo… ¿Por qué simular que lo que dicen
y piensan “los otros” en realidad les pertenece de manera verificable, cuando
solo se trata de palabras e ideas recortadas, seleccionadas y editadas a gusto
y necesidad del narrador?».
Los otros se
sitúa precisamente (lúcidamente) en esta encrucijada —de la historia, del
periodismo, de la crónica, de la «verdad»— en que sólo quedan preguntas, y las
respuestas son muy distintas a cada lado de un muro poroso y a la vez
infranqueable.
Josefina Licitra. |
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