Cómo convertirse en un padre
Sin dudas, en todos los libros anteriores de Carlos Battilana (Unos días, El fin del verano, La demora, El lado ciego), hay una fuerte unidad dentro de la aparente dispersión —y, por cierto, una mayor hermeticidad— de los poemas que los componen. Pero nunca como en Materia se siente esa unidad; quizás, como un intento desesperado de restituir lo perdido, de suturar lo dividido, pero siempre entre tensiones que no permiten ignorar lo imposible que es lograr una totalidad.
Hay una dicotomía que, en un primer análisis, separa el conjunto. Por un lado, el mundo de los padres (que “son fuertes / toman oscuras decisiones”, en un poema titulado “Dioses”), que es el mundo del pasado y también de una mitología fundante (remarcada por un raro uso de mayúsculas: “Río”, “Ciudad”). Por otro, el mundo del yo del poeta, de los hijos nombrados, de la poesía, de la materia. Una suerte de novela familiar escindida y siempre por reconstruir (como todas).
Sin embargo, las cosas no son tan fáciles.
En el poema “Parrilla”, el tiempo siempre es el presente: “Tengo seis años / ... / Ahora que su muerte es fresca / y reciente.” Los dos momentos (el del yo que vivía aquella escena a los seis años y el del yo que la cuenta mucho después) se superponen. Pero ese tiempo intermedio existió y no pasó levemente: “El peso de / estos años / fue terrible” (justamente en el poema “Materia”, lo que sugiere que la materia de la que se habla es, entre otras cosas, el tiempo, y también las palabras que lo mentan).
Quizás se podría proponer que todo el libro es una tentativa de responder la pregunta que plantea el título de uno de los poemas centrales: “¿Cómo despedirse de un Padre?” La respuesta obvia, desde un punto de vista de banalización, de vulgata psicoanalítica (que no está ausente en el texto), es: convirtiéndose en padre. Pero esto sólo replantea la pregunta; forzando el paralelismo, sería: ¿Cómo darse la bienvenida como padre? No es que haya una respuesta, una sola, sencilla y tranquilizadora (al contrario, todo el libro es de una belleza nostálgica, casi eglógica, pero también conmovedora, y por lo tanto, para ciertos cánones actuales, incómoda).
Podría decirse: eso se hace a través de la palabra, de la poesía, de esta poesía, que quiere cancelar el recuerdo (o su dolor) inscribiéndolo, y abrirse a un futuro, si bien acotado: “haciendo / de los símbolos / nuestra comida” (en el poema “Arbustos”). Pero, repito, no es tan fácil.
En el poema “Imagen”, se dice: “apelo a mi parte más religiosa / y elaboro un estado material”. Esta aparente contradicción es esencial. Sin llegar a resolverla dialécticamente (lo que equivaldría a un imposible congelamiento de la problemática o, mejor, a exigir nuevas síntesis), Materia nos da algunas pistas.
En el primer poema del libro, “Filatelia”, el niño que fue el poeta mira a su padre trabajando en su colección de estampillas: “Yo / observo la tarea / a la distancia / y admiro / esa labor / artesanal / la precisión / que requiere / el cuidado / de una tarea ociosa.” Es tentador ver aquí una definición de la poesía, a la vez valorizadora (“artesanal”) y escéptica (“ociosa”). Que se paraleliza, y a la vez se contrapone, con esta otra: “arrancamos con manos / callosas los pedazos / de un Ser que es un Río” (precisamente en el poema “¿Cómo despedirse de un Padre?”). ¿La poesía es un trabajo manual? Claro, pero de manos (a veces precisas, a veces torpes) que actúan sobre una materia mayormente inasible.
En el último poema, “Paisaje”, parece deslizarse un error (un fallido): “retiro mis viejas oraciones, / deshecho mi nuevo lenguaje, / devuelvo mi memoria a la tierra”. ¿“Deshecho” (adjetivo que encabezaría una construcción absoluta) o “desecho” (verbo, que también puede ser un sustantivo, como aparece en un poema anterior)? En esta impresionante vacilación del sentido, se cifra el misterio central del libro, nunca resuelto. La “materia” sobre la que la poesía actúa está deshecha y quizás deba desecharse. Pero las huellas de su tarea quedan inscriptas en algún lugar de la tierra.
Sin dudas, en todos los libros anteriores de Carlos Battilana (Unos días, El fin del verano, La demora, El lado ciego), hay una fuerte unidad dentro de la aparente dispersión —y, por cierto, una mayor hermeticidad— de los poemas que los componen. Pero nunca como en Materia se siente esa unidad; quizás, como un intento desesperado de restituir lo perdido, de suturar lo dividido, pero siempre entre tensiones que no permiten ignorar lo imposible que es lograr una totalidad.
Hay una dicotomía que, en un primer análisis, separa el conjunto. Por un lado, el mundo de los padres (que “son fuertes / toman oscuras decisiones”, en un poema titulado “Dioses”), que es el mundo del pasado y también de una mitología fundante (remarcada por un raro uso de mayúsculas: “Río”, “Ciudad”). Por otro, el mundo del yo del poeta, de los hijos nombrados, de la poesía, de la materia. Una suerte de novela familiar escindida y siempre por reconstruir (como todas).
Sin embargo, las cosas no son tan fáciles.
En el poema “Parrilla”, el tiempo siempre es el presente: “Tengo seis años / ... / Ahora que su muerte es fresca / y reciente.” Los dos momentos (el del yo que vivía aquella escena a los seis años y el del yo que la cuenta mucho después) se superponen. Pero ese tiempo intermedio existió y no pasó levemente: “El peso de / estos años / fue terrible” (justamente en el poema “Materia”, lo que sugiere que la materia de la que se habla es, entre otras cosas, el tiempo, y también las palabras que lo mentan).
Quizás se podría proponer que todo el libro es una tentativa de responder la pregunta que plantea el título de uno de los poemas centrales: “¿Cómo despedirse de un Padre?” La respuesta obvia, desde un punto de vista de banalización, de vulgata psicoanalítica (que no está ausente en el texto), es: convirtiéndose en padre. Pero esto sólo replantea la pregunta; forzando el paralelismo, sería: ¿Cómo darse la bienvenida como padre? No es que haya una respuesta, una sola, sencilla y tranquilizadora (al contrario, todo el libro es de una belleza nostálgica, casi eglógica, pero también conmovedora, y por lo tanto, para ciertos cánones actuales, incómoda).
Podría decirse: eso se hace a través de la palabra, de la poesía, de esta poesía, que quiere cancelar el recuerdo (o su dolor) inscribiéndolo, y abrirse a un futuro, si bien acotado: “haciendo / de los símbolos / nuestra comida” (en el poema “Arbustos”). Pero, repito, no es tan fácil.
En el poema “Imagen”, se dice: “apelo a mi parte más religiosa / y elaboro un estado material”. Esta aparente contradicción es esencial. Sin llegar a resolverla dialécticamente (lo que equivaldría a un imposible congelamiento de la problemática o, mejor, a exigir nuevas síntesis), Materia nos da algunas pistas.
En el primer poema del libro, “Filatelia”, el niño que fue el poeta mira a su padre trabajando en su colección de estampillas: “Yo / observo la tarea / a la distancia / y admiro / esa labor / artesanal / la precisión / que requiere / el cuidado / de una tarea ociosa.” Es tentador ver aquí una definición de la poesía, a la vez valorizadora (“artesanal”) y escéptica (“ociosa”). Que se paraleliza, y a la vez se contrapone, con esta otra: “arrancamos con manos / callosas los pedazos / de un Ser que es un Río” (precisamente en el poema “¿Cómo despedirse de un Padre?”). ¿La poesía es un trabajo manual? Claro, pero de manos (a veces precisas, a veces torpes) que actúan sobre una materia mayormente inasible.
En el último poema, “Paisaje”, parece deslizarse un error (un fallido): “retiro mis viejas oraciones, / deshecho mi nuevo lenguaje, / devuelvo mi memoria a la tierra”. ¿“Deshecho” (adjetivo que encabezaría una construcción absoluta) o “desecho” (verbo, que también puede ser un sustantivo, como aparece en un poema anterior)? En esta impresionante vacilación del sentido, se cifra el misterio central del libro, nunca resuelto. La “materia” sobre la que la poesía actúa está deshecha y quizás deba desecharse. Pero las huellas de su tarea quedan inscriptas en algún lugar de la tierra.
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