Cuando yo jugaba al fútbol en el parque Saavedra (jugué todos los sábados, desde 1978 hasta por lo menos 1990), éramos un grupo estable de doce, catorce pibes. Y otros que aparecían como de la nada, se prendían por un tiempo y después se iban, tan de un día para otro como habían llegado.
Entre estos compañeros ocasionales, hubo una vez un muchacho cuyo nombre nunca supimos pero al que le decíamos “Chacarita”, porque usaba una camiseta de este equipo. Era morocho, callado, jugaba bien. Sería 1984, 1985, no me acuerdo; pero seguro que fue después de 1981-1982, el año y medio en que hice la colimba.
Precisamente. Un día, durante el “tercer tiempo”, nos dijo que él había estado en Malvinas. Contó que una noche, después de hacer guardia, cuando apenas había empezado a dormirse, lo despertaron los ingleses, que habían tomado su barraca. A él no le hicieron nada, pero enseguida se dio cuenta de que habían degollado a todo el turno de guardia posterior al suyo. Lo decía sin dramatismo, de manera casi monocorde; pero no como si lo hubiera contado muchas veces, sino simplemente como una verdad que alguna vez tenía que contarse.
Entre estos compañeros ocasionales, hubo una vez un muchacho cuyo nombre nunca supimos pero al que le decíamos “Chacarita”, porque usaba una camiseta de este equipo. Era morocho, callado, jugaba bien. Sería 1984, 1985, no me acuerdo; pero seguro que fue después de 1981-1982, el año y medio en que hice la colimba.
Precisamente. Un día, durante el “tercer tiempo”, nos dijo que él había estado en Malvinas. Contó que una noche, después de hacer guardia, cuando apenas había empezado a dormirse, lo despertaron los ingleses, que habían tomado su barraca. A él no le hicieron nada, pero enseguida se dio cuenta de que habían degollado a todo el turno de guardia posterior al suyo. Lo decía sin dramatismo, de manera casi monocorde; pero no como si lo hubiera contado muchas veces, sino simplemente como una verdad que alguna vez tenía que contarse.
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