Un amigo, profesor universitario y músico, me comentaba el otro día que para él se parecen mucho tocar y dar una clase. Y que, en ambos casos, el “público” es lo de menos. Esto hay que entenderlo bien, aunque quizás es difícil. Quería decir (si lo entendí bien, dentro de lo inevitable de las proyecciones propias) que, si él está bien consigo mismo, si “siente” que está tocando bien, que está “poniendo toda la carne en el asador”, seguramente algo, mucho, de eso va a llegar al otro. (También, agregaba, hay que transpirar la camiseta, por eso es bueno vestirse de negro, para disimular el chivo; pero esto es otra cosa.)
“Casualmente”, en un libro que estoy editando, sobre autismo (de Veleda Secchi y colaboradores), encontré una referencia que me pareció relacionada con esta cuestión: “Podemos pensar que incluso el adulto normal que ejecuta música se halla en una relación narcisista con su instrumento, aún más si utiliza su propia voz. Es una actividad donde lo corporal está muy en juego, autoerótica sublimada que produce placer, ya que si ‘la música no sólo representa un medio para conseguir al objeto bueno, sino que ella misma representa al objeto bueno, el objeto que ama y que por lo tanto es amado’, el oyente es un objeto contingente.” (La cita incluida es de Vater Sigmund.)
Che, disculpen pero la docencia es todo lo contrario de una relación de autismo, o de autoerotismo, o de cualquier cosa que empieza y termina en uno. Yo por lo menos concibo dar clase como estar al servicio de que los alumnos piensen y aprendan, planear una clase es planear ese proceso, no son un público que escucha, son gente que está ahí para participar en un proceso que tiene todo el tiempo idas y vueltas, de mí a ellos y de ellos a mí. Me formé en el profesorado y no en la universidad, tal vez por eso pensé mucho este oficio. Y creo que el narcisismo del docente (claro que existe) se parece más al narcisismo de los padres cuando ven cómo crece el pibe, a dónde llegó con lo que le dimos, esas cosas.
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