Yo hacía el servicio militar en Campo de Mayo, pero cumplía horario de oficina (salvo cuando hacía guardias). Tenía que presentarme en el cuartel a las 7 de la mañana. Para eso, tomaba desde Villa Maipú hasta José León Suárez el colectivo 187 (una línea que no duraría mucho más de aquella época, años 1981-1982). Pasaba a las 5 en punto. El interno que me tocaba lo manejaba un chofer de bastante edad, quizás cercano a su jubilación. Por otra parte, los lunes tenía franco y nadie lo remplazaba, por lo cual ese día tenía que tomar el que pasaba a las 5 y media y, como comprobé que igual llegaba a horario, cambié permanentemente. Pero, mientras tanto, subí durante bastante tiempo al interno de las 5, que se llenaba de un montón de hombres de cierta edad. Yo notaba que cada uno de ellos subía en la misma parada todos los días y se sentaba en los mismos asientos. Conversaban entre sí, por supuesto, pero yo no les prestaba atención, entre otras cosas porque me dormía casi de inmediato, en el último asiento, y sólo me despertaba al llegar a la terminal. Ah, viajaba gratis, claro está, gracias al uniforme (que me permitía hacer lo mismo en los cines, gloriosamente, pero eso es otra historia). Un día, cuando subí al vehículo, siempre saludando pero con la intención de pasar de largo hacia mi ubicación habitual, el chofer (me acuerdo que tenía bigotes) me hizo una seña como para detenerme y hablarme en voz baja. Me dijo, entonces, que había un pasajero del colectivo, que subía después que yo, que durante años había ocupado el asiento del fondo, en el cual yo me dormía despreocupadamente. Y ahora, por supuesto, con mi presencia, yo había perturbado ese extraño orden, seguramente añoso. Me pedía, el chofer, si podía ocupar otro asiento, para dejarle al viejito que reconstruyera el ritual. Por supuesto, lo hice. Y comprobé que, en efecto, el pasajero ocupaba mi, o más bien su asiento, al fondo de todo. Y ―creo ahora, pero no estoy del todo seguro― que desde entonces las conversaciones entre los pasajeros se hicieron más animadas. No sé, en realidad, porque yo seguía durmiendo hasta José León Suárez.
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