Y sí, firmé la carta a favor de Ciudad Abierta o, mejor dicho, en contra de su cierre. La distinción parece sutil, pero sólo quiere decir que entre un canal público abierto y otro cerrado, elijo lo primero. Abierto, se puede criticar y, alguna vez, quizás, transformar. Cerrado, sólo se lo puede extrañar (algo así como la difunta revista Babel, de Caparrós & Dorio, tan inaguantable como imprescindible; la comparación implícita no es casual).
Hace algún tiempo hice unos comentarios sobre el tema. Especialmente, cuando se discutió el pasaje de Ciudad Abierta como botín de guerra entre ibarristas y telermanistas (no demos por muerto a ninguno, porque en este país todo vuelve).
Ahora que se cierra (lo doy por hecho, aunque no es seguro, ya que Maurizio parece bastante más vacilante de lo que sus votantes lo creían, al menos en lo que no tiene que ver con hacer guita a paladas), es otra buena ocasión para discutir políticas culturales en serio. El Estado (de la ciudad) no lo va a hacer; tanto mejor: hagámoslo los “intelectuales”.
Propongamos que los canales públicos sean también transparentes, que sus funcionarios (porque eso son) sean elegidos por concurso, que sus CV y sus sueldos se muestren en Internet, que esté prohibido contratar allegados, que se abra una convocatoria de proyectos, etc.
Aquí, una nota de Daniel Link le contesta a una de Fogwill (que se imita cada vez peor: ser un provocador de comentarios indignados de lectores de Perfil es un triste final para una inteligencia otrora brillante).
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