26.1.09

Palacio quemado



- Edmundo Paz Soldán, Palacio Quemado, Buenos Aires, Alfaguara, 2008.

(Lectura muy apropiada luego del referéndum del fin de semana.)
Paz Soldán quiere contar casi periodísticamente los últimos días del segundo mandato de Gonzalo Sánchez de Lozada (el “Gringo”, el tipo más rico de Bolivia, el macondiano presidente del increíble acento inglés) que terminó saliendo del Palacio Quemado (casa de gobierno, en La Paz) en helicóptero à la De la Rúa.
El joven autor boliviano elige un punto de vista extraño y, en principio, desafiante: el de un joven de la pequeña burguesía (blanca, por supuesto), que abomina de su clase, por saberla explotadora, racista, mediocre, pero no puede romper con ella, porque esto significaría, obviamente, dejar de disfrutar de sus privilegios. Historiador que no ejerce, su materia, en cambio, es el presente absoluto: desde la escuela, se especializa en escribir discursos políticos para otros, y termina escribiendo los del mismísimo Gringo. (Los personajes están con nombres cambiados, pero la clave es translúcida, para sucesos tan recientes.)
Este punto de vista es arriesgado, porque no permite saber “de qué lado está el autor” (por ejemplo, en la escena de la azotaína en el barrio pobre, muy similar a la de “El matadero”; la comprensión condescendiente del protagonista, después de tamaña humillación, no es muy creíble). Como contraposición, se me ocurre mencionar la novela Hacer el odio, de Gabriel Báñez, donde el narrador es un neonazi, sin medias tintas: el resultado es demoledor. (Me contaron que en la presentación de la segunda edición, Angélica Gorosdicher le preguntó al autor: “Pero vos no sos nazi, ¿no?” Genial.)
Ese “oficio” de escriba-escribiente del narrador-personaje de Palacio Quemado permite algunas (auto)reflexiones un poco obvias sobre “el poder (o no poder) de la palabra”, y por lo tanto de la literatura, etc.
Lamentablemente, tanto estas reflexiones como las historias sentimentales del personaje —especialmente con su amante, que termina siendo una “amante del poder(oso)”—, aparecen insertadas en la trama de una manera que, por lo menos a mí, me resulta demasiado forzada, artificial, previsible. El modelo al que hay que referirse desde el vamos (La educación sentimental, de Flaubert) es demasiado abrumador, ya lo sé, pero qué le vamos a hacer, estamos en el 2009.
Sin embargo, me desdigo un poco (esto es un blog, no un paper, Evo nos libre). Finalmente, “la fuerza de los hechos” (“de las cosas”, diría Halperín Donghi, creyendo así remplazar “de la historia”) es tan grande, que se impone a ciertas impericias, simplezas o ingenuidades narrativas. Cuando “los hechos se precipitan”, y se produce la rebelión popular final que derroca a Sánchez de Lozada, la novela alcanza sus mejores momentos..., para volver a decaer en las últimas páginas, que, como el mismo autor reconoce en una nota, están extraídas de fuentes periodísticas y son un relato meramente lineal y apurado.
La historia reciente de Bolivia, que se está escribiendo en estos mismos momentos, merecía, merece, un poco más de audacia narrativa, por decirlo de alguna manera, difícil de definir, lo sé. Y, claro, esto es un problema para la literatura, porque el escritor escribe para sus contemporáneos (Sartre), pero nunca sabe del todo cómo escribir sobre lo contemporáneo.

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