“Cuando sobre un plano se intenta ubicar las casas en que vivían los escritores (habitualmente piezas de pensión para provincianos que seguían estudios en la capital o ya allí trabajaban); las redacciones de los diarios a que llevaban sus colaboraciones o donde ya ejercían como periodistas de planta; las oficinas gubernamentales que proporcionaban empleos (Correos y Telégrafos, Bibliotecas, Archivos, donde se los situaba por asociación superficial con la pluma); las Universidades donde estudiaban carreras liberales, pronto abandonadas; los Ateneos o salas de conferencias y conciertos donde disertaban; los cafés en que pasaban la mayor parte del día, escribiendo o participando del cenáculo, o buscando ayudas económicas; los teatros a que concurrían, ya para hacer las crónicas, ya por las actrices, ya para ofrecer un manuscrito; las oficinas de los abogados donde eran escribientes o platicaban de arte con ex-colegas asentados; las sedes de los partidos políticos a cuyas asambleas acudían y donde ejercían la más preciada virtud de la época, la oratoria, que era la que consagraba a un intelectual; los prostíbulos a que puntualmente concurrían hasta el día del matrimonio; las iglesias en que algunos se arrepentían; las mueblerías en que se exponían obras de arte o las librerías que recibían las novedades de Barcelona y París, cuando se revisan esos estratégicos puntos sobre el plano, lo que se encuentra es el viejo caso, ese cuadrilátero de diez manzanas por lado donde transcurría la vida activa de la ciudad y era el salón público de la sociabilidad, ese espacio en que, según la mecánica d las novelas de la época, los personajes siempre se encontraban, ¡casualmente!” (Ángel Rama, La ciudad letrada, pp. 156-157).
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