"Llegué apurada con el taxi y dos niños se acercaron al auto. El más grande, como de doce años, se empinó y por la ventanilla apenas abierta pidió una moneda. El chofer se la dio. El más chiquito, de siete u ocho, fiscalizaba la situación y le indicó “pedile más al chabón, pedile más”. No levantaba un palmo y sin embargo parecía ser el que manejaba las cosas. Una insanable banalidad me llevó a abrir la bocaza y hacerle al mayor un comentario que, en el fondo, en el fondo, buscaba establecer complicidades. “Está reloco tu amigo”, le dije sin pensar que me deslizaba a una región que nunca terminará de serme conocida. El chiquito preguntó: “¿Qué te dijo? ¿Qué te dijo?”. El amigo, obediente, le contó: “La señora dice que estás reloco”. Al niño, o a lo que debió ser un niño, algo debió sonarle mal. Pensó un segundo. Luego me miró con indiferencia, me midió de arriba a abajo y con una voz sin emotividad, ni de chico ni de adulto, me advirtió: “Estoy reloco, pero te puedo matar”" (Susana Viau, Página/12 de hoy).
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