Por fin pude ver Liverpool, de Lisandro Alonso. Me preguntaba si Fantasma clausuraba idealmente una trilogía, al cruzar a los protagonistas de las dos películas anteriores en una exhibición de la segunda en el San Martín. Y si, por lo tanto, Liverpool inauguraba una nueva fase de la obra de Alonso, al que se podrá cuestionar desde muchos puntos de vista, pero a quien no se le puede negar una coherencia y una persistencia insólitas en su estética (sólo comparable, creo, aunque con otros rasgos, a Raúl Perrone y Lucrecia Martel, de la que voy a hablar enseguida).
Sí y no. Liverpool hace un amague ficcional, o argumental, pero esto se percibe más fuerte sólo si se postula el carácter documental de las anteriores películas. Es cierto que un personaje aparentemente ficticio, el protagonista, Farrell, va a Ushuaia con un objetivo explicitado: reencontrarse con su madre, de la que ni siquiera sabe si sigue viva. Justamente, debería alertarnos lo poco verosímil de este motivo “hermenéutico”, en el sentido barthesiano del término, en tanto dupla pregunta-respuesta que estructuraría una “trama”; se trata de Lisandro Alonso, en definitiva, así que la trama se adelgaza hasta desaparecer, y lo alusivo, como principio constructivo, vuelve a ser protagonista; por lo cual, si hay preguntas, desde ya que no hay respuestas. “A qué habrás venido”, le dice alguien a Farrell, pero más que una pregunta es un reproche. Sospechamos una espesa profundidad de conflictos oscuros, tapados: la madre agonizante, la joven retrasada. Pero “no pasa nada”, y Liverpool es sólo la palabra que figura en la chapita que la chica manipula en la última escena: un significante vacío.
Hay, sí, una alusión, una nota simbólica, si se quiere, que encadena los dos extremos de la obra: en La libertad, el obrero desbastaba los troncos con su hacha, toscamente, troncos que sólo servían para postes, apenas, y los trasladaba en una “chatita” desvencijada; en Liverpool, hay un aserradero, y los gruesos troncos, transportados por camiones más grandes, son trabajados con máquinas, prolijamente. También está la cuestión, ya célebre en Alonso, de los animales matados en cámara (el armadillo en La libertad, el chivo en Los muertos): acá hay un zorro, pero está “recién cazado”, no se lo ve morir.
Un rasgo muy “wendersiano”, que ya se insinuaba en Fantasma, se reitera en Liverpool: la presencia de la televisión, de televisores, casi siempre fuera de campo, o sin que se vea la pantalla. (¿Hace falta decir que el cine de Alonso es el último refugio contra la televisión?)
Ahora deberíamos preguntarnos si la quinta película de Lisandro hará que las cuatro anteriores se transformen en una tetralogía. Veremos.
Algo parecido pasa con Lucrecia Martel. Sólo que es más evidente el efecto-trilogía que clausura La mujer sin cabeza. Aquí la pileta (omnipresente en La ciénaga y La niña santa) está al lado de la veterinaria; por un lado, acentuando su conexión con lo animal (“la agresividad de las tortugas acuáticas”, dice alguien, enigmáticamente); por otro lado, ya queda lejos de la “acción”, que por su parte parece suceder sólo en (una parte de) la cabeza de la protagonista, como en El desierto rojo, de Antonioni.
Los distintos planos significantes que forman el sonido y la imagen (nadie como Lucrecia ha hecho eso tan bien en el cine argentino, creo yo) están figurados con la canción “Soleil, soleil” en medio de la tormenta y la lluvia. Tampoco en el cine de Martel hay respuestas, sólo cadáveres atascados en una presa, que pueden ser de una persona o un ternero, no lo vamos a saber. El espectador, incluso, se ve forzado a hacer “rewind”, como en aquella escena del crimen de Twin Peaks, donde supuestamente estaba el asesino escondido (no estaba). Es un perro, sí, pero... (perro/pero, diría yo; esta paronomasia es la “razón” por la que la protagonista no vuelve atrás).
Parece muy lógico que el cuarto proyecto de Lucrecia sea algo tan distinto, tan extraño para ella como El eternauta. Le va a ir bien, el camino anterior está agotado, brillantemente agotado.
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