(Por supuesto, la mejor parte del artículo es una que no leí.)
Voz de Néstor Sánchez
Con el final de Cómico de la lengua, hubo asimismo un final de un ciclo de escritura: desde el punto de vista del “trabajo” me parecía inmoral seguir escribiendo. Para eso había que tener el nivel de conciencia de un maestro, y yo no tenía derecho ir más allá de esos límites ni de usar la experiencia del “trabajo” para mi escritura. Estaba la muerte de nuevo, se había tragado todo.
En esos años escribía notas y después las tiraba, eran sólo una especie de apoyatura. Cuando volví hice crisis y escribí La condición efímera. Fragmentos de aquellas experiencias aparecen en “Diario de Manhattan”. Si no hubiera escrito ese relato podría haber sucedido mi novela: la historia de Los Ángeles y Nueva York. Pero la resumí ahí, en el “Diario”, y se terminó. El recurso del diario íntimo y de las anotaciones fue algo viable para mí, porque el diario se escribe con facilidad: se hacen “cortes” y se pasa a algo distinto sin dar explicaciones (solamente la fecha de la escritura).
Ahora el peligro era que mi posición se volviera profesoral, la de apoyarme en mi aprendizaje para influir en los demás. Por eso llamé a ese ciclo de escritura “disyuntiva ética”: había que asimilar y tolerar el aprendizaje para hacerlo posible. Ya no se trataba de escritura poemática ni nada por el estilo, sino de una finalidad ideológica que siempre me había negado a tener. Por eso escribir era “inmoral”. El último relato, “Devociones”, lo escribí pensando que ya no iba a escribir. Por eso cierra el libro: quedaban las devociones, nada más.
Mi actitud frente a la escritura fue siempre la de intentar llegar a algo que estaba más allá, algo inalcanzable. Ahora me quedé sin nada.
Yo fui un buen lector de poesía, más que de novelas. Pero, como el poema nunca se me dio, opté por una escritura poemática, sin darle mucha importancia a la anécdota ni a los personajes, sino más bien al tono del libro. Como si el libro en su totalidad fuese un poema: cada capítulo, un verso. Es que a mí me interesó siempre la novela que se vincula con la poesía. Lo demás no me interesa; digo, la novela como historia no me interesa. Hoy por hoy, sólo se escribe y se lee ese tipo de literatura. Será por eso también que no soy muy leído.
Yo buscaba vivir más. Estaba convencido, en mi enfermedad, de que se podía vivir 300 años. Hoy supongo que da lo mismo. Gurdjieff fue una experiencia decisiva en mi vida. Siempre estaba la muerte como leitmotiv, me parecía mentira que la gente no se diera cuenta de que se iba a morir, eso me pasó siempre, entonces en todos mis libros hay una advertencia: la vigencia de la muerte. Ésa era la épica.
A veces, por las tardes, cuando voy a un bar que está aquí cerca, me permito pensar por un momento en la escritura y es evidente que aparece una leve onda de sosiego, es como si me fuera dado encontrar una épica en esta vida monótona que llevo. Es que nunca en mis libros inventé una historia. Todo ha sido en base a mi vida presente o pasada, y esto ahora ya no puede ser. Me quedé sin épica. De todos modos pedí prestadas algunas novelas célebres y las leo con la remota esperanza de que me motiven. Pero esas lecturas no hacen más que recordarme desde qué punto de vista escribí mis libros, es decir “en contra” de la novela tradicional, procurando que la prosa fuera nada más que una excusa para llegar a la poesía.
El escritor parece siempre un Dios que todo lo sabe y que por lo tanto puede estar en la cabeza y en el corazón de sus personajes, después viene el diálogo y las descripciones del paisaje. A veces tengo una sospecha de Tema, pero no encaja en un ritmo y así giro en redondo sin tampoco la alegría que me deparaba el hecho de escribir. Le repito que no puedo inventar una historia y mucho menos manejarme con los elementos del suspenso que abundan hoy por hoy. Es aquí donde redescubro que me quedé sin épica y sin pasado personal como materia de vida que se transforme en lenguaje.
En mi escritura había adhesión al surrealismo, a la beat generation. También fue importante en su momento la aparición de Rayuela, un intento poemático: “¿Encontraría a la Maga?”, esa proposición del primer capítulo no deja de llamar la atención. Pero esa influencia, muy visible, llegó nada más hasta Nosotros dos (un libro que fue muy bien recibido por Cortázar). Después me quedé sin ciudad.
Yo parto de la premisa contraria: empiezo la escritura sin saber hacia dónde voy. La novela se va haciendo a medida que escribo. De ahí el tema de la improvisación, el jazz como música lumpen: todo músico de jazz es un lumpen en potencia, un marginal.
En esa época estaba muy vívida la idea del suicidio, no me quedaba casi nada por qué vivir, la literatura no alcanzaba como excusa de vida. Por eso en Cómico... siento que doy un testamento de ese estado: el suicidio de Chavarría (que se contacta con el maestro) y la muerte de Barcia (que escribe la novela) al final del libro demuestran claramente cuál era mi intención: los dos personajes eran yo.
Una escritura vinculada a la improvisación jazzística: a medida que quemaba etapas tenía la certidumbre de que ya no se podía volver a escribir eso que había escrito, y se reiniciaba un período de pérdida…largo proceso de pérdidas.
Sí. Yo decidí terminar con todo. Siento que se terminó la épica y dejé de escribir. En realidad, cuando yo escribía, mi vida tenía otra riqueza que fue perdiendo. Ahora me quedé sin nada: es la vejez. Siempre escribí en relación conmigo mismo, en relación con un estado de sinceridad irremediable. Le repito, se me terminó la épica.
(Extraído de un reportaje de Leonardo Longhi para La Idea Fija y otro de Lautaro Ortiz para Radar Libros.)
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