- Elsa Drucaroff, “Polémica en la Ciudad Prohibida. De ‘Crisis’ a ‘Babel’”, Espacios, núm. 10, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras (UBA), 1991.
En el contexto de una comparación entre las revistas Crisis y Babel, Drucaroff utiliza la metáfora del último emperador de China, recluido con su corte en la Ciudad Prohibida, ejercitando en vano los rituales de un poder irrevocablemente pasado. “Entonces la Ciudad comenzó a descomponerse sin signos visibles…” La intelectualidad de los ochenta-noventa (representada por y en Babel) sería como esa corte fantasmal: recluida, sin contacto con el exterior, haciendo los ademanes inútiles de un poder perdido para siempre; el que supuestamente habrían tenido, y quizás disfrutado, los intelectuales de décadas anteriores (los de Crisis).
Creo que la metáfora es afortunada, aunque ligeramente autocompasiva. Pero también creo que se conecta con un texto célebre: el artículo autocrítico de Beatriz Sarlo, de 1985, sobre intelectuales y política. En éste se plantea, famosamente, que durante décadas anteriores la tarea del intelectual había estado definida, presionada e incluso chantajeada por la política. Ahora, es decir, en el momento de la producción de ese texto, en la incipiente democracia alfonsinista, por fin el intelectual no tiene como única referencia esa política inevitablemente totalizadora y desmesuradamente exigente, sino que su tarea ha ganado en autonomía y especificidad (palabra de época). No de nuevo una torre de marfil, sobre todo porque los materiales de su guarida parecen menos nobles, pero sí, diríamos gracias a Drucaroff, una Ciudad Prohibida donde ser emperadores (y quizás eunucos) de sí mismos.
“Babel está predominantemente escrita —dice Drucaroff, en primera persona— por docentes universitarios que no elegimos vivir en la Ciudad Prohibida, pero podemos elegir cómo vivimos allí adentro.” El enunciado, como se ve, es algo ambiguo. Si no eligieron vivir allí, es porque hubo constricciones “exteriores” que los llevaron a hacerlo (simplificando, la indiferencia de la sociedad hacia la “cultura”); pero constricciones que, en todo caso, no influyen sobre su forma de vivir allí. Dentro de las murallas, entonces, podrían “elegir” entre la “emoción extra-muros de la referencialidad” o renegar de ésta “en nombre de una única autorreferencialidad”.
He ahí un punto teórico clave. Y un consecuente monstruo, tan omnipresente como ridículo, y, paradójicamente, tan amenazante como vulnerable: el realismo estético. Drucaroff cita un párrafo de Daniel Guebel sobre su novela La perla del emperador: “Allá por el ’83 padecí el impulso de novelar una negación por el absurdo de la calva teoría del reflejo que aún matizan algunos peluqueros de la literatura.” Los “peluqueros de la literatura” es un sintagma recurrente (permutando el primer sustantivo); remite a la célebre distinción barthesiana entre escritores y escribientes, homóloga a la de textos escribibles y textos legibles, etc. Los “peluqueros (o los escribientes) de la literatura” serían los autores “realistas”. Habría que rastrear cuáles son éstos exactamente.
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