Los aficionados al arte japonés deben estar familiarizados con la imagen de un sacerdote montado de espaldas en una vaca. El jinete fue un guerrero cuyo nombre inspiraba terror en sus días. En la terrible batalla de Sumano-ura (1184 d. C.), una de las más decisivas de nuestra historia, alcanzó a un enemigo a quien aprisionó con sus brazos gigantescos. En aquella época, las normas de la guerra determinaban que en esas ocasiones no se derramara sangre, a menos que el más débil demostrara ser un hombre con un rango o con capacidad igual a la del más fuerte. El feroz luchador deseaba saber el nombre de aquel a quien tenía sometido; pero, como éste se negaba a darse a conocer, le arrancó el casco. Cuando vio un rostro juvenil, bello y sin barba, asombrado soltó a su presa. Lo ayudó a levantarse y con actitud paternal indicó al joven que se marchara: “¡Ve, joven príncipe, junto a tu madre! La espada de Kumagaye nunca se manchará con una gota de tu sangre. ¡Corre y huye por aquel paso antes de que aparezcan tus enemigos!” El joven guerrero se negó a huir y rogó a Kumagaye, por el honor de ambos, que allí mismo lo matara. Sobre la canosa cabeza del veterano brilló la fría hoja, que muchas veces había cortado las hebras de la vida; pero su firme corazón se acobardó, en su mente apareció la visión de su propio hijo, que ese mismo día marchaba al son del bugle para probar sus jóvenes brazos; el brazo del guerrero fuerte tembló, nuevamente le rogó a su víctima que se fuera y salvara su vida. Al comprobar que sus súplicas eran en vano y al oír que se aproximaban los pasos de sus camaradas, exclamó: “Si te alcanzan, te podría abatir una mano más innoble que la mía... ¡Oh infinito! ¡Recibe su alma!” En un instante, la espada lanzó un destello en el aire, y cuando cayó estaba roja con sangre adolescente.
Cuando la guerra terminó, el soldado regresó triunfante, pero poco le importaban el honor y la fama; renunció a su carrera de guerrero, se afeitó la cabeza, se vistió con un hábito de sacerdote y dedicó el resto de sus días a realizar peregrinaciones sagradas sin volver nunca la espalda hacia el oeste, donde se encuentra el paraíso del que viene la salvación y hacia donde el sol se dirige todos los días para su reposo.
(adaptado de Bushido. El alma del Japón)
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