(Fragmentos de un cuento, o una obra de teatro, sobre Gregorio de Nacianzo, que nunca terminaré de escribir.)
1
Quisiera saber si esta ciudad a la que llaman Sásima es como el cielo o como el infierno, piensa Gregorio, al que llaman el Nacianceno. Se lo pregunta y sabe que no debería preguntárselo, porque ese interrogante cifra lo que el considera su incapacidad más esencial, la de la certidumbre. Y, peor aún, si se tiene en cuenta que la fe está hecha de certidumbre, por lo menos en estos tiempos que son y se saben fundacionales.
Lo único seguro es que se trata de Sásima y que allí lo han enviado como obispo. Como siempre, había esperado lo peor, pero cuando el jefe de la caravana señaló el vacío y dijo “Sásima”, pensó que había oído mal, o que le estaba jugando una broma. De hecho, el rudo personaje sonreía, disimulando apenas. En el vacío había un caserío hasta entonces invisible, y Gregorio llegó a verlo como si la señal o, mejor, la palabra del jefe hubiera creado de la nada un mundo que sólo para él, Gregorio, estaba destinado. ¿No era acaso su destino, por lo menos inmediato? Como fuera, el hecho ocultaba un sentido, quizás teológico, que al gran teólogo se le escapaba pero no iba a dejar de obsesionarlo en los siguientes días.
Su diócesis. El campo de cultivo donde debía separar el trigo de la cizaña. Pero ¿cómo hacerlo sin saber primero de qué parte estaba él? Bien. El hecho es que el emperador ha querido socavar el poder de su íntimo amigo (de Gregorio), de su mejor amigo, Basilio, al que llaman el Grande. Y para eso no tuvo mejor idea que separar su diócesis en dos, arrasando con toda legalidad que no sea su propia voluntad o capricho. No sabía, o lo sabía demasiado bien, con quién se enfrentaba. Basilio recogió el guante y decidió su próximo paso con toda naturalidad: pidió a Gregorio, como favor especial --y sacrificio supremo--, que se hiciera cargo inmediatamente de la nueva diócesis, con sede en Sásima, ese infecto arrabal de la nada, ese cruce de caminos que no llevan a ningún lado, salvo a uno mismo, o a su propia perdición, lo que es exactamente igual. Jugada rápida, quizás maestra, más probablemente sólo una maniobra dilatoria para ocupar espacios amenazados o distraer la atención del enemigo mientras se toma la verdadera decisión. Basilio es un maestro. El Gran Político de la Iglesia naciente. El estratega de la Capadocia. Etcétera.
Pero Gregorio no se considera capacitado para ese puesto: por eso mismo tuvo que aceptar. Además, ¿cómo decirle que no a Basilio?
2
Recuerdo la ermita frente al río Iris. Todavía no he logrado entender mi obsesiva sensación de que la soledad de Basilio era distinta de mi propia soledad. Una noche, nos prometimos hacer silencio durante siete días. Jamás pude dejar de esperar que él fuera el primero en romper el voto. Ingenuo de mí. La voluntad de Basilio era más resistente que las rocas que nos rodeaban, al fin erosionadas por el viento y el inhóspito clima. (No muy distinto de éste de Sásima, ahora que lo pienso.)
Sí, recuerdo la ermita. Y recuerdo al joven Basilio, cada día más flaco y sin embargo cada vez más bello y más fuerte, como si la huida de carnes superfluas, en vez de descubrir huesos, dudosas metáforas de la espiritualidad, dejaran incólume lo más esencial de su vitalidad espléndida. Por las noches, yo no podía dormir, perturbado por el solo conocimiento de que él estaba allí, del otro lado de la cueva excavada en la desnuda piedra, pero demasiado cerca. Estaba pendiente del ritmo de su respiración, como una madre de la de su hijo recién nacido.
Basilio el Grande, el Gran Obispo, mi superior, mi amigo, es una lógica continuación de aquel joven indoblegable, que quiso saber qué era el Desierto, o si el Desierto era más poderoso que él. Y venció. ¿Estaré aquí, en este falso desierto lleno de peligros, tratando de emular miserablemente, tardíamente, a aquel joven que un día me dijo “Sólo Dios por encima de mí”? Seguramente no, porque yo estoy seguro, desde el principio, de que el resultado me será adverso.
3
(monólogo sobre la biblioteca)
Mi biblioteca me pesa en el lomo, más que a esas mulas que usé para traerla conmigo. Doble pecado, entonces. Apego a cosas materiales, y soberbia del conocimiento. Todo es vanidad, pero lo que contiene un libro, dos libros, mil libros, es más que vanidad. Es fracaso. Es como el falso espejo de agua que veo allí, en el horizonte. En realidad, ni siquiera sé si es falso, porque no me atrevo a acercarme, no puedo acercarme. Así que casi prefiero que sea falso, o no enterarme de que es verdadero y jamás lo alcanzaré. Libros. Palabras. Imágenes. ¿Por qué no ocupan un lugar... razonable en mi vida? ¿Por qué no conviven con todo lo demás, con lo que llena la vida de los hombres comunes? ¡Hombres comunes! No puedo pronunciar dos frases seguidas sin caer en el pecado de soberbia... ¿Realmente me considero especial, sobresaliente, distinto? ¿Cómo hacer para que mi vida de fe y de pensamiento no sea una excusa para alejarme de los otros, para evitar la crudeza de la vida, que nadie me enseñó a enfrentar? Mi único consuelo es que la soledad es el castigo más terrible, y nadie puede sacarme esta perfecta oportunidad de sufrir.
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