Si me cargaron con esa historia de que no pude tocar el agua del Rin, con ésta se van a hacer un festín. Por otro lado, advierto que establece un patrón de personalidad (vaya noticia).
En el 2001 estuve en Colonia, sólo algunas horas. Dentro de lo poco que pude hacer, no podía faltar el intento de subir a la cúspide de la espectacular catedral gótica. 150 metros, si no me equivoco. En realidad, terminó de construirse a principios del siglo XX, y en ese momento era el edificio más alto de Europa.
(Tantas veces nos preguntamos para quién escribimos, si para los contemporáneos, para el mercado, para la posteridad, para los críticos... Aquellos constructores artesanos la tenían clara: cuando ponían a 145 metros un ornamento exquisitamente realizado durante meses, sabían/creían que sólo podía verlo Dios. Lo hacían para Él.)
Subí, entonces, por una de las torres gemelas. Sufro de vértigo, por supuesto, pero apenas se veía el exterior a través de pequeñas aberturas (que, entre paréntesis, me permitieron entender el poema de Carlos Battilana “Colonia”, que describe alusivamente esa visión), así que al principio no tuve mayores problemas. También sufro algo de claustrofobia, pero fui llevando bastante bien el hecho de subir por esas escaleras estrechísimas en las que apenas pueden coexistir los que bajan y los que suben.
Llegué a 140 metros. O un poco más. Vi la gran campana (las fotos me salieron totalmente oscuras, así que no tengo pruebas). Y no pude seguir hasta la mera mera puntita de la torre. Estuve un rato sentado en un rellano, recuperando el aliento y viendo como los demás visitantes seguían subiendo por otro breve tramo de escaleras, esta vez metálicas, que desembocaban quién sabe dónde y cómo. Sé, de hecho, que bajé, pero no recuerdo esa parte.
¿Ataque de pánico? Puede ser. Pero, habiendo recordado y escrito esa escena en la que me agacho a tocar el agua del Río, y no puedo hacerlo, me parece que pasó algo “de ese orden”, como se dice ahora. Llegar hasta ahí era demasiado, en un sentido que no puedo explicar del todo pero puedo entender un poco.
Pablo, Pablo, a mí me parece que a vos hay que darte un empujoncito en el momento oportuno. Mirá cómo ahora estás posteando todas tus historias del Rhin eh???? (hmm, es con hache?).
ResponderBorrarIba a hacer un chiste del tipo "qué pasará entonces en el momento donde el héroe debe besar a la chica" pero no lo hago.
Je. ;)
PD: me acordé de cuando subí por las agujas de la Sagrada Familia. A mí también me dio un poco de chucho.
Y por ahí está Dios nomás, esperando arriba.
ResponderBorrarSí, debe ser eso. Debe ser que uno va subiendo y subiendo esa escalera que parece no tener fin y recuerda que cuando estaba abajo le parecía que nada había, descreía de la posibilidad tanto o más que de la existencia de los endriagos o las sirenas, hasta que entonces se ve el cielo dentro de las agujas y también la ciudad que es nada más que un cuadradito de papel plateado y entonces viene el vértigo de Dios.
ResponderBorrar¿será eso?
Me gusta lo del vértigo de Dios.
ResponderBorrarsabés, yo me quedé pensando en eso también. me lo voy a copiar, mi propio comentario, y me lo voy a pegar, con permiso del dueño del blog, en mi blog.
ResponderBorrarAcá ta' to' permitío.
ResponderBorrar¿Y si el vértigo de Dios es el vértigo de la ausencia de Dios? Uno es felizmente ateo, pero...
Sí, es lo mismo Pablo, justamente. Yo creo que no se puede ser del todo felizmente ateo. Yo no creo en Dios. Creía cuando era más joven. Y después ya no creí más. Y fue bastante angustioso, te diré. Da vértigo pensar que pudiera ser, da vértigo pensar que no sea. Da vértigo en cualquier caso Dios o No Dios.
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