6.1.05

Grafitis

Mis “anécdotas” del Centro Cultural pueden ser tan aburridas como las de la colimba, pero ahí va otra.
Además de profesor del taller literario, yo era “coordinador artístico”, nombre demasiado rimbombante para un cargo bastante indefinido asignado a un “joven” de 25 años (también bastante indefinido).
Como sea, una de mis tareas era la de organizar actos “culturales” o “artísticos”. Contrataba espectáculos, contaba los asistentes, hacía informes, etc.
Como uno de los muchos problemas del barrio (Piedrabuena, en Villa Lugano) era que los chicos pintarrajeaban todas las paredes con los habituales grafitis, se me ocurrió algo. El centro cultural tenía un anfiteatro precario, cuyas paredes eran de las más castigadas por esos módicos estragos. Periódicamente, con tozudez burocrática, se pintaban de blanco, para que al otro día se empezaran a llenar con tags, más diversos garabatos, y los “vote a” y “te amo” de rigor.
Lo que se me ocurrió fue reclutar a muchos pibes de ahí y darles pinceles y pinturas para que embadurnaran a gusto las paredes que debían ser blancas. Las autoridades del Centro no se opusieron, si bien manifestaron cierto escepticismo; o a lo mejor esto me lo imaginé. En todo caso, lo que podían objetar es que la actividad no fuera “dirigida” por los profesores de Plástica.
La cuestión es que todo salió como yo pensaba: los chicos hicieron una obra maestra de surrealismo casero y, a pesar de lo abigarrado y caótico de los dibujos, el conjunto no dejaba de tener cierto encanto. Mucho mayor, desde ya, que las paredes blanqueadas con pintura de mala calidad y clandestinamente invadidas. Pero mi intención no se agotaba allí: lo que yo intentaba es que, a partir de entonces, toda marca nueva sobre la pared iba a dejar de ser, precisamente, clandestina y se iba a incorporar a ese diseño, devenido “in progress”. Había “autorizado” la transgresión, con lo cual los chicos, o bien se sentían “contenidos” por la actividad, o bien dejaban de considerarla una gran cosa en términos de resistencia a un “poder” blando o que estaba en otro lado. (De hecho, dejaba de tener gracia escribir cosas en esas paredes, porque ya nada se destacaba demasiado.)
Y he ahí también la debilidad de todo esto. Conste que me di cuenta enseguida (aunque no tuve testigos de mi autoiluminación). Y no me aliviaba la excusa de que esa debilidad reflejara los límites de la gestión cultural desde el Estado. Desde el Estado, es decir, de “arriba” hacia “abajo”, yo había dejado que los chicos se “expresaran”, pero neutralizando al mismo tiempo lo más valioso que su expresión podía tener. Técnicamente, su enunciación, no su enunciado (lo digo así a propósito, para sonar tan pedante y pretencioso como era en esa época, quizás sin darme cuenta).
Había neutralizado su capacidad de molestar, convirtiendo su acción en un adorno inocuo. Trayectoria, por otra parte, de gran parte del arte moderno. Digo. Pero esto lo dejó así, por ahora.

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