Hace mucho tiempo, en “la época de Alfonsín”, yo coordinaba el taller literario de uno de los centros del Programa Cultural en Barrios. En realidad, lo compartía con un amigo que me había llevado allí; él daba clase los martes y yo los jueves, o al revés, no importa. La mayoría de los participantes eran señoras de cierta edad que buscaban comunicarse o combatir la soledad; alguna, incluso, por prescripción médica. Había una sola joven, que se fue enseguida, y un solo varón, un señor también mayor que solamente escribía un poema interminable en tercetos dantescos. Como suele pasar en estos ámbitos, las participantes del taller ponían buena voluntad, pero se resistían a corregir o analizar sus textos, afirmaban no tener tiempo para leer y, en general, decían que escribían “lo que les salía de adentro”. En vano yo trataba de invertir ese pleonasmo, de convencerlas de que, si no reflexionaban sobre su escritura, terminaban escribiendo “los que les entraba de afuera”, es decir, los lugares comunes, el lenguaje sancochado de los medios, etc. Por otra parte, algunas de ellas escribían bastante bien, “tenían condiciones”. Pero una era un caso especial. Llamémosla María (se llamaba así).
María, gallega de Galicia, tenía un almacén en las cercanías del barrio. Se había alfabetizado tarde, a una edad bastante avanzada y en castellano, no en su lengua materna. Para venir al taller, tenía que escaparse de un marido celoso. Escribía sobre el papel de estraza de su almacén. Era casi imposible que participara de las actividades comunes del taller, el trabajo con las consignas (odio esta palabra), el comentario de las producciones (también ésta) de los otros, etc. Escribía poemas y relatos breves. Sus textos eran joyas indescriptibles. Ya mi amigo, con quien compartía el taller, me lo había advertido, y quizás esto me produjo un prejuicio favorable. No importa tanto. Lo que importa es que María, casi analfabeta, con serias deficiencias “culturales”, y quizás de otro tipo, escribía textos que, firmados por otros, por nadie, hubieran sido considerados extraordinarios. Creo que guardé algunos por ahí, lamento no haber conservado todos los que podía. De todas maneras, no los transcribiría acá, porque toda esta larga explicación los perjudicaría en muchos sentidos. Incluso, cualquier comentario aislado los desluce, pero esto no lo puedo impedir. Por ejemplo, María solía usar signos de interrogación por todas partes, a veces encerrando palabras sueltas, con lo cual ―sin saberlo, por supuesto― utilizaba un recurso ampliamente desarrollado por, entre otros, Juan L. Ortiz y Juan Gelman. Mucho de lo que escribía era agramatical, por supuesto, pero esto producía un hermetismo sonoro y sugestivo, muy en línea con toda la poesía contemporánea. A veces, la agramaticalidad surgía evidentemente de un sustrato gallego que se inmiscuía con extraños efectos. Por otra parte, usaba un seudónimo extraño, “Larrayana”, pero cuando recitaba en voz alta leía también esa firma, como si fuera parte del poema; o como si quisiera ocultar con ella, imposiblemente, su autoría, tal vez incluso su cuerpo.
Lo que importa, también, es lo que pasó después. La “fama” de María empezó a crecer. Así como mi amigo me la había adelantado, también se enteraron otros profesores del centro. Uno de ellos, incluso, le hizo una observación elogiosa a María, en su propio taller... adelante de otras participantes que también venían a mi grupo. Entonces, aparecieron los celos. ¿Cómo podía ser que esa gallega (repito, ahora, con las voces de las otras), casi analfabeta, recibiera los elogios a que ellas se sentían acreedoras o, por lo menos, deseaban? O bien, ¿como era que ella escribía “bien” y ellas “mal”? Ellas, que se esforzaban tanto, que leían, que corregían... (aunque esto no era del todo cierto, lo era más comparado con lo que María hacía, o no hacía). No se resignaban. Ella aparecía como un talento “natural”, involuntario, casi inconsciente. Fácil solución. Consoladora, a falta de otra. Ya que la belleza o la eficacia, en literatura (o en arte en general), padece la paradoja de que sólo puede remitirse a modelos canónicos cuya imitación sería ridícula.
Y, después de todo, esto también alude a la reacción de muchos ante la pintura abstracta, la música atonal o el teatro absurdo: ¿esto es arte? / esto lo hace un chico de tres años / son unos piolas que viven del esnobismo de unos giles...
Y sí, ése es el problema. Pero por ahora me abstengo de más comentarios, esto llegó demasiado lejos y no se me ocurre ninguna conclusión convincente.
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