Extractos del Museo del chisme, de Edgardo Cozarinsky. Hay más en La Nación).
En sus excursiones sexuales por el norte de África, André Gide solía decir a los chicos con quienes se divertía: "Tú no tienes por qué saberlo pero en Francia soy un escritor muy conocido, aun famoso. Cuando conozcas a otros franceses, cuéntales que has estado conmigo para que vean que conoces a gente importante, para que te respeten". Impresionados, agradecidos, los chicos le pedían su nombre. El afable y calvo señor de lentes respondía invariablemente: François Mauriac.
Adolfo Bioy Casares solía recordar las muertes por gula que habían coronado la vida de algunos intelectuales. En la Argentina el historiador Carlos Alberto Erro falleció después de haber vaciado en medio de la noche el contenido de su heladera y el profesor de filosofía Francisco Romero, después de haber ingerido el asado organizado en su honor por un grupo de intelectuales uruguayos. Entre las "últimas palabras" menos prestigiosas que registra la Historia, mencionaba las pronunciadas por el gran poeta católico Paul Claudel: "¿Qué opina, doctor? ¿Habrá sido el salchichón?"
Invitado a la mesa de una distinguida anfitriona, Valéry sintió surgir, imperiosa, la emisión del gas, inevitablemente sonoro, imposible de reprimir. En el momento fatídico movió su silla para que el ruido de las patas sobre el parqué cubriese el de sus entrañas. El ardid, desde luego, fracasó. Ninguno de los invitados, imperturbables, se permitió una mirada, menos aún una sonrisa, pero minutos más tarde la dueña de casa, literata y femme d'esprit, comentó: "A veces hasta a un gran poeta le resulta difícil encontrar una rima". ("Parfois même un grand poète a du mal à trouver une rime?")
Durante la Segunda Guerra Mundial, ocupado París por el ejército alemán, la residencia de Robert de Rothschild en la rue de Marigny fue alojamiento del comandante en jefe de la Luftwaffe, la fuerza aérea del Reich. Terminada la guerra, el propietario volvió de su exilio londinense y encontró, no sin sorpresa, su residencia en buen estado y sus colecciones de arte no saqueadas. Interrogó al mayordomo, que había permanecido en sus funciones durante esos años difíciles, y éste le confirmó que los temporarios ocupantes se habían comportado muy correctamente. Una sola queja: recibían muy a menudo y era necesario, en esas ocasiones, permanecer de servicio hasta muy tarde. "¿Y quién asistía a esas reuniones?", preguntó, curioso, el Barón; la respuesta llegó inmediata, sin énfasis: "Sus invitados de siempre, señor".
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