Durante mucho tiempo, mi ignorancia me mantenía convencido del lugar común de que los ingleses hablan un “inglés” más puro y, por lo tanto, más inteligible. No tenía en cuenta las miles de películas norteamericanas (y ahora series, gracias al cable) vistas. La experiencia en la Feria me enseñó, sabiamente, que es al revés, o a mí me resulta al revés: a los norteamericanos les entiendo casi todo y a los ingleses casi nada. La pronunciación de los primeros me parece cristalina, casi resaltan cada palabra para que yo trate de entenderlas; los ingleses, en cambio, hablan desde algún lugar situado entre su nuca y su nariz, y las palabras parecen deslizarse unas sobre otras, como para formar una palabra... alemana. ¿A esto se lo llama “nasal”? La denominación se queda corta.
Un ejemplo.
Helen es una inglesa delgada y nerviosa, que habla con un acento, sí, “nasal” y a una velocidad inmisericorde. Ante ella, dudo del famoso aserto de Hitchcock, a quien le gustaban las inglesas rubias, aparentemente frías pero, según él, capaces de “manotearte la bragueta en un taxi”. No me imagino a Helen en esa situación.
Nos muestra, y nos explica uno por uno, los libros que su editorial ha publicado el año anterior, y los proyectos para el siguiente. Habla como una máquina descompuesta, es imparable. Sé que mi compañero la entiende (y la conoce) mejor que yo, pero también sé que cualquiera se cansa y deja de escuchar luego de algunos minutos de su cháchara automática y monocorde. ¡Si los libros hablan por sí mismos...! Nosotros, igualmente, tratamos de no perdernos del todo y le pedimos de vez en cuando que nos mande alguna muestra: “Send me a copy”; por suerte, eso la obliga a dejar de hablar un par de segundos y tomar nota, taquigráfica.
En un momento dado, mi compañero le pregunta el porqué del título de una colección, y ella, que no esperaba la pregunta, es decir, cuyo discurso a chorros no preveía una interrupción en ese preciso momento, pregunta a su vez: “Why do you ask?” (¿Por qué preguntas?). Mi compañero no entiende y le devuelve el libro sin contestarle; ella se queda, como se dice, “cortada”. No se da cuenta de que él no ha entendido su pregunta —que había sonado como una sola palabra sin ninguna entonación, algo así como “waiuás”— y cree que tal vez ha dicho algo malo... Sólo yo noto la esencia del momento, cuya módica tensión, por otra parte, se diluye enseguida. Le susurro a mi compañero “Te preguntó por qué preguntabas”, y ese juego de palabras involuntario reordena mal o bien la situación.
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